“Nueva York es la ciudad estadounidense que conozco mejor y me gusta más”, dijo en 1966 el pintor Edward Hopper, cuya fascinación quedó plasmada en numerosas obras que han sido reunidas en una particular exposición en el Museo Whitney, el templo mundial del artista.
“Edward Hopper’s New York” es un viaje a la época en que la Gran Manzana fue hogar e inspiración para el pintor, nacido en 1882 en Nyack (al norte del estado neoyorquino) y que se trasladó a la urbe a los 26 años, donde pasó allí el resto de una vida compartida con su esposa, Josephine, en una casa-estudio en el Greenwich Village.
Una semana antes de invitar al público, el museo abre sus puertas a la prensa para un recorrido por las escenas que Hopper observó y pintó una y otra vez: las fachadas y edificios que todavía pueblan Nueva York y, sobre todo, las ventanas por las que miran mujeres solitarias y que revelan vidas ajenas en su interior.
Es el caso de grandes obras como “Morning Sun” (1952), en la que una versión joven de su esposa se abraza las piernas sentada en la cama y bañada por la luz que entra del exterior, o “Automat” (1962), en la que una mujer toma café ensimismada en un restaurante de autoservicio con un escaparate oscuro detrás.
EL MAYOR TESORO DEL MUNDO
La muestra de 200 obras -entre pinturas, acuarelas, dibujos, grabados, ilustraciones y documentos personales- se alimenta en buena parte de la colección del Whitney, la mayor del mundo con más de tres mil 100 trabajos, y de un archivo histórico hasta ahora desconocido que fue preservado por la familia Sanborn, amiga de los Hopper.
Ese tesoro de casi cinco mil objetos, llamado Sanborn-Hopper, fue amasado por los descendientes de su vecino, el reverendo protestante Arthayer R. Sanborn, quienes lo repartieron hace un lustro entre el museo y la Casa Edward Hopper de Nyack en un reparto aplaudido pero con cuestionamientos sobre cómo se habían hecho con tantas piezas.
Muchos de esos objetos son cápsulas que capturan momentos de su vida, como las entradas de teatro en las que Hopper escribía qué obra había visto, o las cartas que su esposa y él escribían a dirigentes de la época para luchar contra la gentrificación que amenazaba la plaza de Washington Square, donde vivían.
También incluye las ilustraciones y portadas para revistas de Hopper, a las que quitó mérito por considerarlas solo comerciales, y rarezas como un artículo en el que reivindica el humanismo en la pintura frente al expresionismo abstracto, o fotografías de la pareja en su estudio.
UNA VISIÓN NOSTÁLGICA
Para la comisaria, Kim Conaty, una experta en Hopper que ha pasado cuatro años preparando la muestra, las obras ofrecen una “visión muy personal de la ciudad” en la que pasó casi seis décadas y conectan el pasado, marcado por los paisajes horizontales, con el presente, poblado de rascacielos verticales que detestaba.
A Hopper, que llevaba una vida frugal y le encantaba pasar tiempo en su balcón o paseando por las calles junto a Josephine, le gustaba reflejar el “choque” entre lo público y lo privado, dijo Conaty, con composiciones de aire teatral, vacías de gente o con figuras silenciosas en actitud contemplativa u observadora.
El pintor retrató desde las azoteas de su barrio y los puentes de la ciudad hasta el agua del río Hudson bañando lo que hoy es Roosevelt Island, pasando por oficinas con una atmósfera en extinción a causa de la tecnología y comercios locales, como bares con “mesas para señoras” o tiendas de ultramarinos ya extintos.
Cornaty destacó esa “visión nostálgica de NY” y, con humor señaló uno de los cuadros, “Drug Store” (1927), con el escaparate de una farmacia cuidadosamente decorado como un “joyero” para atraer a la gente, animando a las cadenas que hoy dominan la Gran Manzana a “tomar nota”.