Víctor Manuel Juárez
No obstante a nuestra arrogancia y deseos de controlar los fenómenos naturales, la misma madre Tierra nos demuestra que es indómita y que nuestra vulnerabilidad es extrema, cuando libera sus energías.
Temblores y huracanes nos han castigado, pero no como por haberles faltado a los dioses, sino porque la Tierra, nuestro planeta, está viva y le hemos fallado. El agudizamiento de las lluvias y las sequías con consecuencia del calentamiento global.
Así, en temporadas de lluvias y huracanes nos inunda y arrolla con toda su fuerza, dejando poblados enteros bajo el agua, cosechas destruidas y miles de millones de pesos en daños. Cerros deslavados, carreteras y puentes colapsados, daños incuantificables y personas totalmente aisladas.
Cuando tiembla en sus centros la Tierra – por los impredecibles y aterradores sismos liberadores de energía en las conocidas placas tectónicas — nos mata bajo toneladas de escombros y deja reducidas las construcciones a montones de cemento y acero en puro cascajo. Nos desnuda frente a nuestros miedos y angustias de perder la vida o el patrimonio en un solo movimiento telúrico.
Así lo demuestran los hechos recientes. Con sus diez mil kilómetros de litorales, México es beneficiado y bañado por dos océanos y sus mares. Costas, donde en agosto y septiembre, son severamente castigadas por la formación de tormentas y huracanes. Agatha pegó con fuerza en el Pacífico sur, ocasionando daños en poblaciones ribereñas y de la montaña baja de Oaxaca, que siguen sin reponerse aún del castigo recibido. No obstante, las alertas tempranas de Protección Civil evitaron que el número de heridos, desaparecidos y fallecidos fuera menor.
El reciente sismo del pasado 19 de septiembre, de 7.7 y con epicentro en las costas de Michoacán provocó mucha destrucción en Colima y Jalisco. Por fortuna y pese a su intensidad sólo se contabilizaron dos fallecimientos, aunque si se sumaron cuantiosos daños físicos a diversas edificaciones. Lo mismo ocurrió en la reciente réplica de 6.8. Y también gracias a la Ciencia y la tecnología tenemos entre 60 y 80 segundos para correr a un lugar seguro y no quedarnos paralizados bajo el marco de la puerta del baño.
Cuando tiembla en sus centros la Tierra – por los impredecibles y aterradores sismos liberadores de energía en las conocidas placas tectónicas — nos mata bajo toneladas de escombros y deja reducidas las construcciones a montones de cemento y acero en puro cascajo.
El tercer temblor, registrado en los meses de septiembre, con distancia de cinco años –y al que muchos atribuyen a la mala energía que trae consigo la realización de los simulacros, pero que para los científicos es una terrible coincidencia—, nos trajo a la memoria los acontecidos en 1985 y 2017. El miedo y la angustia afloraron, pues entonces murieron muchos.
A mí me remontó hasta 1957, cuando viví y sobreviví a mi primer terremoto. Tendría unos seis años y el conocimiento sobre los sismos era muy vago, como lo era la cultura de la protección civil y reducción de riesgos. Me veo junto a mi madre bajo el marco de una puerta, mientras el edificio se mecía violento de un lado a otro, y la cisterna parecía albergaba a un dragón o terrible monstruo, el ruido y los movimientos eran aterradores.
Entonces, el mayor conocimiento que teníamos para protegernos de los terremotos, era ubicarse bajo el marco de una puerta y rezar. Pasados los años, los expertos en protección señalaron que ubicarnos en un triángulo virtuoso era la mejor forma de resguardarnos. Nada de eso evitó murieran miles bajo toneladas de escombros en 1985. Para mí el sismo más destructivo y letal.
El 19 de septiembre de 1985 me tocó ver y no sentir la fuerza devastadora del Terremoto. Sobre volábamos la costa de Michoacán, con destino a Lázaro Cárdenas, en gira de trabajo con el presidente De la Madrid. Mi compañero de asiento, el periodista también, Yuri Servolov me indicó que viera por la ventanilla.
Abajo se observaban olas gigantes romper tierra adentro y un mar turbio y espumoso. Temblaba. Aterrizamos y nos indicaron que el epicentro se encontraba a pocos kilómetros. Creíamos estábamos en el sitio de la nota. No pasó mucho tiempo para que una señal de radio nos informara de la devastación sufrida en la capital. De inmediato nos regresaron a la ciudad. La vista aérea nos mostraba una urbe destruida, como si hubiese sido bombardeada.
Los tres larguísimos minutos que duró el sismo significaron el terror de sus habitantes que apenas despertaban para ir al trabajo a la escuela. Los muertos y desparecidos se contaron por miles, los edificios derrumbados sumaron más de 300, los daños en la estructura y servicios de la capital fueron muchos y cuantiosos. Se registraba, pues, el peor terremoto en la capital desde tiempos prehispánicos. Un movimiento sísmico con una intensidad de 8 grados (Mercalli) 7.8 (Richter).
No había censores en las costas, y, por ende, no existía la alarma sísmica.
Afloró de inmediato la solidaridad y el rescate del pueblo a su mismo pueblo. El daño mayúsculo llevó a estudios y reflexiones. Se supo entonces de construcciones que violaban las disposiciones, que los daños fueron mayores en zonas blandas de playa, como lo es la colonia Roma y otras cercanas al centro histórico, donde el suelo es fangoso.
Muchos muertos se registraron por nuestro atraso en Ciencia y Tecnología. Una ciencia que nos pudiera ayudar a salvar vidas y una tecnología para fortalecernos ante los embates de la naturaleza. Los científicos, sobre todo de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), nos explicaron y debimos comprender, que vivimos en un país con alta sismicidad y actividad volcánica. ¿Pero cómo preverlos? No hay manera, son impredecibles, pero se inventaron los detectores en las costas, capaces de mandar el mensaje y que las alarmas sísmicas suenen, para darnos entre 60 y 80 segundos para salvar nuestras vidas.
Así, hoy en día contamos con un sistema tecnológico de alerta y reacción. Los simulacros son muy importantes y necesarios, pues ya no es quedarse bajo el marco de una puerta, implican la evacuación ordenada y la ubicación de sitios seguros. Debemos, pues avanzar a una cultura de protección civil y reducción de riesgos para salvar vidas. Y no rezarles a los dioses para que no tiemble.
Las experiencias del terremoto del 2017 también nos han permitido avanzar en la cultura de la prevención, al exigir los ciudadanos mejores edificaciones y evitar que la ambición de las constructoras y la corrupción gubernamental nos maten aplastados, con edificaciones mal construidas.
Falta mucho por aprender y hacer, como es el investigar en los 19 de septiembres y su terrible casualidad de que tiemble. De ahí que los científicos hayan decidido abrir una nueva línea de investigación para tener claridad de porqué se intensifican los sismos en septiembre y no atribuirlo a una inexistente Ley de Atracción por malas vibras o energías negativas.