El general José Rodríguez Pérez es hoy, ante la opinión pública -incluidos sectores ilustrados e imparciales-, un asesino de estudiantes, al haber sido acusado de ello por el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas. Sin embargo, la acusación contra el general es por un delito muy diferente, delincuencia organizada. Estigmatizarlo como asesino parece una cortina de humo de Encinas contra el Ejército, en su intento por encontrar sentido y salida política a la desaparición de 43 normalistas en Iguala en 2014.
Para resolver el caso, la mejor opción de Encinas un asesino, Gildardo López Astudillo, El Gil, que fortaleció su convicción que el Ejército participó en el crimen de los normalistas. El Gil es el testigo protegido “Juan”, y señaló al general de haber estado vinculado a Guerreros Unidos, que ejecutó a los estudiantes cuando el entonces coronel Rodríguez Pérez era comandante del 27º Batallón de Infantería en Iguala. Junto con el general, tres de sus ex subalternos también están detenidos por el mismo delito y el de desaparición forzada.
Encinas le ha dado más valor a la palabra de criminales que a la de los militares, que en declaraciones previas y de acuerdo con la bitácora del 27º Batallón de Infantería del 26 y 27 de septiembre de 2014, narran una historia distinta a la que se refieren El Gil y los normalistas entrevistados por el subsecretario. Según esa documentación, el 26 de septiembre la Fuerza de Reacción del Batallón, de casi una treintena de elementos, se había ocupado desde las 10 de la mañana del accidente de una pipa con sustancias tóxicas en la carretera hacia Taxco.
El teniente Roberto Vázquez encabezaba la Fuerza de Reacción que acordonó el área, cercana a una comunidad, y mantuvo vigilancia en la zona hasta que llegaron los técnicos de la empresa propietaria de la pipa, ubicada en Querétaro, para asegurar que no había filtraciones. La Fuerza de Reacción recién regresaba a Iguala cuando, alrededor de las 20:30 horas se recibió información del C-4 que estaban ingresando personas heridas al hospital del Seguro Social. Rodríguez Pérez despachó al teniente y su grupo a verificar el reporte.
Vázquez informó a Rodríguez Pérez que había cuatro heridos, tres leves y uno grave, con un balazo en la cabeza, Aldo Gutiérrez Solano, que vive encadenado a una cama, con un monitor de tensión arterial y un desfibrilador. El general le habló al jefe de la Policía Municipal, Felipe Flores Vázquez, que tiempo después se supo que era parte de la estructura criminal de Guerreros Unidos, quien le aseguró que no había nada extraordinario esa noche.
El Ejército y las autoridades civiles sabían que un grupo de estudiantes había salido desde la normal, a unos 17 kilómetros de Chilpancingo, en dos autobuses que habían secuestrado hacía tiempo. Pararon en una caseta para secuestrar más, y cuando no pasó ninguno, siguieron hasta la terminal de Iguala. La bitácora del Batallón no registra nada relevante después del reporte del hospital, hasta las 22:30 horas, cuando un grupo de personas llegó al cuartel pidiendo ayuda porque le acababan de disparar a Los Avispones, el equipo de futbol de Chilpancingo. Según la bitácora, no tuvieron ningún reporte de nada extraordinario en Iguala durante esas dos horas, aunque durante ese lapso, policías municipales de Iguala y Cocula habían estado deteniendo y reprimiendo a normalistas.
Rodríguez López envió nuevamente al teniente Vázquez a Santa Teresa, a una media hora del Batallón, para ver que había sucedido con Los Avispones. Mientras tanto, organizó una nueva Fuerza de Reacción con el personal disponible en el cuartel. Instruyó al capitán José Martínez Crespo, que estaba en la Guardia de Prevención, que atiende los servicios internos, que la organizara; su segundo era el subteniente Alejandro Pirita Ochoa. La orden fue ir a la salida de Chilpancingo a esperar órdenes.
Vázquez reportó que en Santa Teresa había una persona muerta en un taxi baleado, al igual que el camión de Los Avispones. Ahí esperó a que llegara el ministerio público, cerca de la medianoche, que dio cuenta de un jugador también asesinado. En tanto, el doctor de guardia en la clínica privada “Cristina”, reportó al C-4 que habían entrado “hombres armados”. Con esa información, el general envió a Martínez Crespo.
A su paso por la calle Juan N. Álvarez vio dos cuerpos tirados y dos autobuses vacíos, pero siguió a la clínica, donde estaban dos decenas de estudiantes. En los documentos del Batallón hay fotografías de los estudiantes sentados y hablando con los militares. Uno de ellos ayuda a un estudiante que había recibido un tiro en sedal en la boca y la sangre lo estaba ahogando. Martínez Crespo habló a la Cruz Roja, y regresó a la calle Juan N. Álvarez para enviar su informe. Cuando volvió a la clínica, ya se habían ido los estudiantes, incluso el herido que transportaron en un taxi.
La historia de Encinas es diferente. Según los jóvenes, que fueron alcanzados por David Flores Maldonado, La Parka, defensor de El Gil, subdirector de área en la SEP, que era secretario general del Comité Ejecutivo Estudiantil de la normal, los militares los maltrataron y amenazaron con matarlos. Con ello, Encinas acusó a Martínez Crespo y Pirita Ochoa de delincuencia organizada y desaparición forzada. Igual acusación formuló contra el cabo Eduardo Mota, que fue al Tribunal de Justicia por reportes de violencia. Estaba a unos 150 metros tomando fotos y reportando al teniente Joel Gálvez, lo que sucedía. Cuando lo descubrieron dos policías y fueron hacia él, corrió y se escondió, según la bitácora.
La cronología militar fue ignorada por Encinas. Su caso, hasta donde se conoce, se sostiene sólo con El Gil. La acusación se formuló con pruebas circunstanciales, correspondientes al nuevo sistema penal acusatorio, pese a que el proceso es dentro del viejo sistema inquisitivo. Es irregular mezclar sistemas penales, pero se acomoda a las fijaciones de Encinas, quien deberá probar con mucho más que las acusaciones de oídas de uno de los asesinos de los normalistas.
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