Hace años, visité a una amiga que dirigía ‘La Casa de Isidro Fabela’ en el sur de la Ciudad de México. En esa ocasión me invitó a recorrer una exposición fotográfica dedicada a Gilberto Bosques. No pude menos que admirar a aquel gran hombre. Eran los tiempos de Lázaro Cárdenas y Bosques (1896-1995) cónsul en París en plena segunda Guerra Mundial. Cuando los nazis tomaron París, Bosques rentó dos castillos en Marsella y dio refugio tanto a los judíos como a 1300 españoles que huían de la dictadura de Francisco Franco. Extendió 40 mil visas. Cuando la Gestapo advirtió la maniobra, lo arrestó y lo condujo a la Alemania a un ‘Hotel prisión’, a él y a 43 personas, incluidas su esposa, familia y su personal. Fue considerado como prisionero de la guerra. Bosques encarna lo más noble de las solidaridades de México. Los riesgos los asumió con una valentía admirable. Fue y sigue siendo una lección esperanzadora, la cara de un México de la que mucho debemos aprender hoy día. Cuando la guerra terminó regresó a nuestro país, en medio de aclamaciones tumultuarias. Fue visto como un héroe, pero nunca se envaneció. “No fui yo, fue México”, declaró con insólita modestia. “Todos podemos ayudar a alguien”, dijo también.
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Se le ha llamado el ‘Schindler mexicano’, pero su caso es diferente. Oscar fue testigo de las atrocidades del nazismo. Abrió una fábrica y ahí contrató personal judío. Dilapido su fortuna para sobornar a los mandos nazis. Salvo 1,100 vidas y lloró por no haber salvado una más. La historia nos ha contado Steven Spielberg en una película inolvidable.