Es una tendencia actual, hablar de inclusión cuando se trata del reconocimiento de las diferencias y más que el reconocimiento, de la aceptación de las mismas. Quienes más subrayan el término son, naturalmente, los que se sienten excluidos que es el antónimo, y ha cobrado relevancia en la discusión pública contemporánea en relación principalmente con las preferencias sexuales, lo que es un nuevo capítulo en la histórica lucha de quienes se consideran diversos por su condición u orientación.
Quizás la lucha más antigua, aun sin concluir, sea la de las mujeres. Ya en 1622, María de Gournay, escritora, filosofa, publicó el “Tratado de la igualdad de los hombres y las mujeres” y “Agravio de damas”, textos entre otros, que denuncian el trato misógino y discriminatorio de los varones hacia la mujer y las condiciones en que se desenvolvía su vida.
Otra lucha histórica por la no discriminación y la inclusión, es la librada por las personas de color, tanto en norteamérica como en el sur de África y otras regiones en las que el avance es evidente pero aún persisten resabios en algunos segmentos o personas.
Actualmente, cobran relevancia los movimientos que buscan el reconocimiento a la diversidad sexual por una sociedad reacia a la aceptación de la misma y son frecuentes las marchas y manifestaciones donde se exhibe, hasta con crudeza y exceso la diversidad existente. Valga decir como antecedente, que aunque en boga, el tema en realidad es de los más antiguos y de alguna forma aceptados en civilizaciones distinguidas por su nivel cultural, como griega o romana, donde el homosexualismo no solo era reconocido sino auspiciado y permitido, o como en Oaxaca donde los muxes son ancestralmente aceptados en sus comunidades. Sin embargo, este hecho no implica que no haya existido desde entonces, discriminación, que no exclusión, porque al igual que las mujeres, no eran excluidos sino discriminados por considerarlos diferentes.
Lo criticable de los términos en los que, al menos en nuestro país, se ha emprendido la lucha por la aceptación y la inclusión, es que no se entiende que a sí mismos se discriminen con la proliferación de etiquetas dentro del mismo movimiento inclusivo. La diferenciación o exhibición de las diferencias aún dentro de su propia diversidad lleva implícita una forma de autodiscriminación o al menos diferenciación, que se empeñan en hacer evidente. Se etiquetan a sí mismos enunciando y remarcando ser diferentes entre los diferentes y aunque se agrupen en una misma bandera y sigan acumulando letras a su denominación, cada grupo se manifiesta diferentemente haciendo difícil precisar el objetivo.
En su lucha por identidad se multiplica su clasificación a la cual ahora se agrega el signo de y más, (LGBTTTIQ+). Esa individualización de la condición lleva implícita una propia diferenciación como si la singularización de sus movimientos requiriera un tratamiento especial, siendo que el objetivo principal debiera ser el reconocimiento de la diversidad sin etiquetas, para su integración o inclusión plena en la sociedad sin señalamientos, discriminatorios por sí mismos, que la sociedad acepte su diferencia como algo normal en el conglomerado y no como un agregado incómodo.
Lo ideal no debiera ser la exacerbación de las diferencias ni la categorización o singularización de las mismas, como tampoco lo es alentar la categorización entre binarios o no, u obligar a que alguien defina su orientación cuando las hormonas aún no se manifiestan, o que se aliente una apariencia andrógina, ambigua, en edades tempranas para modificar comportamientos culturales.
El riesgo de esta lucha es caer en el extremismo de estos tiempos y que tanto insistir en remarcar las diferencias les coloque en polos que más que integrar señalan, singularizan y no se consiga la tan deseable indiferencia social ante lo diverso.
El éxito será poder pasar desapercibido en el ejercicio de la orientación o preferencia sexual sin que esto ofenda a quienes son distintos. Para este fin no creo que las etiquetas autoimpuestas ayuden; la singularización parcializa la lucha y solo logra radicalizar posiciones que por naturaleza son excluyentes y por ello, no abonan a la inclusión.
Recientemente, el 13 de julio de este año, se llevó a cabo la ceremonia de entrega de los premios Tony a lo mejor del teatro en Broadway, Nueva York, y si algo fue notable fue la intención de remarcar el carácter inclusivo de la ceremonia y de la premiación, señalando a cada momento que en tal o cual categoría había nominado(a) una persona transexual, o alguno de los galardonados exhibiendo sus parejas del mismo sexo.
Qué bueno que un gremio como el teatral con tanta influencia en la sociedad, se esfuerce por resaltar su carácter inclusivo, pero lo más didáctico de la ceremonia fue observar el comportamiento de los asistentes, para los cuales, heterosexuales o no, el convivir con quienes son diversos no significaba ninguna incomodidad aparente y con naturalidad y hasta con indiferencia veían desfilar y aplaudían a sus colegas de orientación sexual diversa, la inclusión fue evidente.
Claro que esto fue posible en un reducto social generalmente liberal y plural en el que fundamentos religiosos o culturales no son tan definitorios, pero demostró que es posible la inclusión en una sociedad plural y diversa sin presumir etiquetas o significar una causa por encima de otras para llegar a la indiferencia de la sociedad ante un comportamiento u orientación distintos.