Cerocahui es un punto muy profundo y aislado en la Sierra Tarahumara. Ahí se levantó la iglesia de San Francisco Javier a finales del Siglo XVII en la época virreinal, que es un símbolo de la evangelización de los tarahumaras. Por más de 250 años los jesuitas han estado a cargo de la misión en la Tarahumara, que llevaban a cabo una decena de ellos en Cerocahui, donde este lunes sucedió lo que era inevitable: dos jesuitas octagenarios fueron asesinados adentro de la hermosa iglesia esbelta y de adobe, que se pintó de rojo. La versión oficial es que una persona se escondió en la iglesia, huyendo de otra, presuntamente un criminal, que irrumpió en ella lo mataron y prosiguieron con los padres. Sus cuerpos, por una extraña razón, se los llevaron los criminales.
“Con profunda tristeza y dolor lamentamos la muerte del padre Javier Campos, el padre Joaquín Mora, y el laico que desgraciadamente perdió la vida junto con ellos”, señaló la Diócesis de Tarahumara en un comunicado. “Cualquiera puede decir que estuvieron en el lugar y el momento equivocado. Sin embargo, no ha sido así, ya que ambos sacerdotes estaban cumpliendo con su deber de ayudar y socorrer física y espiritualmente a una persona que estaba perdiendo la vida.
“Acribillados en el mismo templo, sin más defensa que la fe en ese Dios al que sirvieron durante 50 años como sacerdotes. No conformes con matarlos, los asesinos se han llevado sus cuerpos, sufriendo la misma suerte de tantos desaparecidos dejando estela de dolor, tristeza e indignación en todos los que los queremos y quisiéramos rendirles el homenaje que se merecen con unas exequias de cuerpo presente”.
La Diócesis Tarahumara tuvo su primer obispo en 1975, cuando el papa Paulo VI nombró al jesuita, monseñor José Alberto Llaguno Farías, al frente de ella. La misión jesuita es una de las pocas que prevalecen aún en el mundo, y durante décadas se dedicaron a dar catequesis y apoyo a las éticas, principalmente a los tarahumaras, recogiendo niños sin padres para incorporarlos a su internado, alfabetizarlos y proveerles una educación católica, que siempre enfrentaron con dificultad por sus propias creencias y valores precolombinos. Pero nunca los abandonaron.
Cerocahui, que pertenece al municipio de Urique en la región de la Barranca del Cobre, es una comunidad, como muchas de la sierra Tarahumara, aislada. Tanto, que todavía ahí se conserva puro el ganado criollo español, que sólo se cría en esa zona, y que tiene como único mercado los rodeos en Estados Unidos. La pureza de su apreciada raza, es la metáfora de lo lejos que está Cerocahui de todo, salvo del Cártel de Sinaloa, que controla todo el territorio.
El crimen organizado, como señaló el presidente Andrés Manuel López Obrador ayer en la mañanera, tiene fuerte presencia en la región. Lo que no dijo es la ausencia total de fuerzas federales para proteger a los tarahumaras. Cerocahui es uno de los 27 municipios tarahumaras dejados a su suerte. No hay vigilancia del Estado Mexicano, ni el Ejército o su grupo paramilitar de adorno, la Guardia Nacional, realizan patrullaje alguno, de acuerdo con personas que conocen la dinámica social de la región. Los policías municipales simplemente no tienen posibilidad alguna de contener al crimen organizado, y menos aún de enfrentarlo.
La situación en la región tarahumara era precaria, pero la inseguridad se agudizó durante el gobierno de Javier Corral, al abandonar el combate al crimen organizado. En 2018, la Consultoría Técnica Comunitaria difundió un informe, a partir de un diagnóstico de 20 municipios, donde concluyó que el crimen organizado se había apoderado de comunidades y poblaciones enteras en la región, con un incremento radical en asesinatos, secuestros, desapariciones y desplazamientos forzados, que fragmentaron el tejido social. Uno de esos municipios fue Guadalupe y Calvo, donde recientemente estuvo López Obrador revisando una carretera que conectaba con Badiraguato.
De acuerdo con el informe, casi 300 mil habitantes vivían bajo asolados por el crimen organizado. En sólo cuatro años, agregó, los asesinatos tuvieron una espiral ascendente incontrolable. En Guadalupe y Calvo, la entrada a Chihuahua del Triángulo Dorado que controla el Cártel de Sinaloa, hubo 667; en Urique registró 195. La consultora recordó que el clima se enrareció desde 2006, cuando comenzó la guerra contra las drogas en el gobierno de Felipe Calderón, y continuó durante el de Enrique Peña Nieto. Si con presencia federal en la región, el choque contra el crimen organizado causó mucha sangre tarahumara, la ausencia del gobierno, bajo López Obrador, agravó la de sí terrible situación.
Los reportajes en la prensa de Chihuahua sobre la región dan cuenta de comunidades abandonadas, casas incendiadas, vehículos quemados, tierras arrasadas y ganado desperdigado porque sus dueños, o fueron asesinados, o huyeron. Grupos rivales del Cártel de Sinaloa, al que han querido disputar su control en el Triángulo Dorado, han provocado enfrentamientos y balaceras, donde la población tarahumara queda en medio del fuego. La zona es importante para el trasiego de drogas y la tala clandestina. La Fiscalía General de Chihuahua, estima la devastación forestal en la región tarahumara en 170 kilómetros cuadrados.
El asesinato de los jesuitas no descubre la violencia que vive la Tarahumara, pero la socializa. El Vatican News, uno de los órganos de difusión de la Curia Romana en El Vaticano, reportó en su portal el crimen, que se explica “en el contexto de violencia que vive este país”. El asesinato de los dos jesuitas -que pertenecen a la misma orden que el papa Francisco-, se da tras casi medio año de silencio de la Iglesia Católica sobre el fenómeno de la violencia en México, donde había sido muy vocal.
La Iglesia se calló tras la salida de Franco Coppola como nuncio apostólico, quien como despedida agradeció al Papa haber sido su representante en un país “tan rico, tan creyente, pero tan azotado por la violencia (y) por la muerte”. Este lunes, esa violencia llegó a la Plaza de San Pedro.
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