Triste, vergonzosa, la cifra de desapariciones en México. Algunas personas desaparecen por muerte accidental y sin documentos, como sucede en las ciudades con emigrantes rurales; otras por fuga social y muchas más –la mayoría- por asesinatos relacionados con el crimen organizado o no.
El Registro Nacional (de desapariciones) menciona 20 mil 892 casos de personas desaparecidas sin nacionalidad de referencia y dos mil 677 de personas extranjeras. Además, se desconoce dónde están más de 90 mil personas. De acuerdo con la Red por los Derechos de la Infancia cotidianamente desaparecen 4 niños o niñas, posiblemente con el final destino de la trata de personas, la prostitución o la pornografía infantil. Cualquier cosa horrenda.
Tan horrenda como el trabajo de la burocracia en los años recientes. Todo se ha ido en la búsqueda de restos humanos sin referencia. Sólo para salir del paso. Registros, bancos forenses, cuentos interminables; eficacia cero. Resultados mínimos, mientras el problema crece y con él las ambiciones políticas de incrustar una nueva narrativa (así le dicen los neo parlantes) para engrosar la maquinaria e instituir nuevos aparatos de un parasitismo interminable.
En este país hemos padecido y patrocinado a los farsantes continentales más conspicuos: los Forenses Argentinos y la “expertos” interdisciplinarios del GIEI (OEA), quienes han servido, especialmente en el caso de los asesinados de Iguala (en la versión oficial se les dice desaparecidos de Ayotzinapa), para untar sus reflexiones en el queso.
Pura información coyuntural, circunstancial, pero nada más allá de la investigación oficial y los complementos de la CNDH, cuyos esfuerzos han querido demoler. Y no han podido.
Los estudiantes que se robaron los autobuses en Guerrero, fueron víctimas de una circunstancia involuntaria y quizá desconocida: los cargamentos de heroína en los transportes de pasajeros. Los narcotraficantes, amenazados en su mercancía o temerosos de perderla en favor de grupos rivales, los asesinaron, trocearon y quemaron en uno o dos basureros de Cocula, muy cerca de Iguala, con el auxilio de las autoridades municipales (PRD) en pleno y algunos policías judiciales adheridos a las nóminas del narco, tanto como los alcaldes. Y –además–, la mitad de las burocracias guerrerenses de arriba para abajo.
Este es el peor ejemplo de la colusión del gobierno y el narco.
En ese pastoso caldo demagógico de las desapariciones, cuando se debería hablar de homicidios, brotan personajes como el abogado Rosales quien vive, como los demás, con una fuente de ingresos, viáticos para viajar y conmover al mundo con sus dolores y tiempo para seguir en la búsqueda de quienes de sobra saben, nunca van a encontrar.
Pero ahora –cuatro años después– ya don Rosales y los industrializados dolientes, han decidido romper con el gobierno. Y de pasadita, el gobierno con el GIEI. En cuatro años no han logrado absolutamente nada distinto de lo ya hecho, excepto exhibir un par de bofetones de Zerón de Lucio a un detenido.
Pero por si fuera poco:
“…Para establecer que toda persona tiene derecho a ser buscada, y en los casos de desaparición forzada o por particulares, trata de personas o extravío, el Estado garantizará las acciones de búsqueda, localización e identificación, haciendo uso de las diversas instituciones y mecanismos, en los términos que establezca la ley, el diputado Manuel Vázquez Arellano (Morena) planteó adicionar el artículo 1º de la Constitución Política”.
De acuerdo con éste, el derecho no es a vivir seguro; sino a ser buscado cuando ocurra la (¿inevitable?) desaparición.
Es como si se quisiera garantizar el derecho a la vida dándoles a los ataúdes categoría constitucional.
Y claro, la entonación de la iniciativa no podría ser más pomposa: elevar ese derecho ( el Derecho a que me busquen y me encuentren) a “rango” Constitucional, como si los derechos vulnerados en las desapariciones no estuvieran ya en el campo de una Constitución desobedecida desde la cima hasta el sótano.