Uno de los peores pecados del análisis político consiste en perder el tiempo en interpretar los hechos recientes y su simbolismo y mientras tanto, sucumbir ante las evidencias de la realidad y sus antecedentes.
Y eso está ocurriendo con el triste caso del Partido Revolucionario Institucional.
Su realidad sólo tiene un nombre: el hundimiento.
Esta situación recuerda cuando en el año 2000 el periodista Larry King entrevistó a Vladimir Putin en relación con el naufragio del submarino “Kursk”, un sumergible atómico ruso en cuyo interior murieron todos los tripulantes: 118 marineros y oficiales. Frente al alud de palabras Putin dijo simplemente: “Se hundió”.
Con esa expresión se puede definir al PRI. Y no al de hace un mes o un año o dos. El desastre viene de tiempo atrás. Y muchos de quienes tripulaban esa nao, estuvieron en sucesivos encallamientos y naufragios.
Hace un par de días, investidos de poderes imaginarios y por el resultado de sus apremios, ninguno real, algunos de los expresidentes del PRI se presentaron muy severos a reclamar la renuncia del actual presidente del CEN, Alejandro Moreno. Este, obviamente, con la cara dura y el cinismo a flor de piel, les dijo simplemente, no. Y los mandó a paseo, mientras sus propiedades en Campeche eran objeto de una investigación judicial.
Pero ese es un tema paralelo.
La única utilidad, de esa reconvención, a la cual los ex presidentes acudieron como si fueran un “Ejército de Salvación”, fue la supuesta declinación de “Alito” a una candidatura inexistente. Y con eso se conformaron los viejos lobos de mar; los tiburones y tintoreras de los siete mares.
La presidencia de Alejandro Moreno ha sido un fiasco. Obviamente. Pero esa tragedia no comenzó cuando por artes no explicados en plena IV-T, el gobernador de Campeche abandonó la responsabilidad y dejó en su puesto al actual embajador de López Obrador en la República Dominicana; se apoderó del partido, de las diputaciones, del comité nacional –convertido en comité familiar– y abonó el terreno para la llegada de Layda Sansores, quien se ha dedicado a acribillarlo con certeros, aunque ilegales torpedos.
Ante todo esto surge la indignación de los iguales. Iguales todos en la desmemoria.
Por ejemplo, ¿habrá olvidado José Antonio González Fernández su papel –si se habla de derrotas— cuando el PRI perdió por primera vez la presidencia de la República? A media campaña le dejó los trastos a Dulce María Sauri. Y de ahí, al fondo doce años.
Ni modo de poner como ejemplo de victorias acumuladas al talentoso Manlio Fabio Beltrones derrotado desde dentro por la irresponsabilidad y los compromisos de protección de Peña y Videgaray, quienes le ataron las manos. O poner como muestra las dos campañas perdidas de Beatriz Paredes en la ciudad de México.
Se debe tener la memoria muy chica para no recordar, como en el caso de Jorge de la Vega, el peor debilitamiento del partido en toda su historia, cuando no fueron capaces ni él ni los demás, de comprender la naturaleza y alcances de la Corriente Democrática, cuya inadvertida dimensión futura sólo mereció el feble denuesto del caballo de Troya.
No había mucho para presumir en esa junta de notables.
Lo único notable entre todos ellos ha sido el hundimiento del barco cuyo agujereado casco y maltrecha arboladura hoy quieren poner a flote sin saber siquiera cómo empezar, en pleno auge de una armada por ahora invencible, cuya navegación ocupa todos los mares y se apodera de todos los puertos, con mecanismos de control político hoy inmensos e imbatibles.
Este coro quejicoso guardó silencio y se disciplinó obsecuente cuando Enrique Peña Nieto preparó la derrota y la entrega de la presidencia –como Zedillo–, e impuso a un presidente ajeno al partido, Enrique Ochoa (1 de 8), y después forzó a un candidato sin militancia alguna.
Y eso también explica el fracaso de hoy.