El presidente Andrés Manuel López Obrador ya recibió formalmente la invitación para participar en la Cumbre de las Américas que arranca en Los Angeles el próximo viernes. Pero aún no decide, cuando menos públicamente, lo que va a hacer. Probablemente hoy, aunque no lo aseguró, anuncie si participará o no, en función de la valoración de una “serie de factores” a partir del condicionamiento de que a menos que invitaran a Cuba, Nicaragua y Venezuela, asistiría. López Obrador se quedó esperando la respuesta del presidente Joe Biden a su exigencia y resultó chamaqueado por la diplomacia estadounidense. Su decisión final nos mostrará si entendió que para jugar grandes ligas hay que conocerlas, o si recurre a sus asesores que dibujan monos o son amanuenses, y hace un nuevo berrinche.
López Obrador tuvo un gran éxito instantáneo la semana pasada que lo empoderó, cuando tras hacer pública su posición, un día después de regresar de Cuba, Biden relajó sanciones económicas a Cuba y Venezuela y despachó a México a Christopher Dodd, consejero especial para la Cumbre, quien finalmente no llegó por tener covid-19, dijo, lo que no fue impedimento para que viajara a Brasil a invitar al presidente Jair Bolsonaro. Dodd le garantizó que ese mismo miércoles que platicaron por zoom, o al día siguiente, tendría la respuesta de Biden. Nunca llegó el mensaje del presidente, pero sí de su gobierno.
De entrada, redujeron su nivel de interlocución. No hablaría Biden con él, ni tampoco la vicepresidenta Kamala Harris, el embajador plenipotenciario John Kerry, o el secretario de Estado, Antony Blinken, quienes habían sido los que mantenían dialogo directo con López Obrador. Con quien conversaría y de quien recibiría las respuestas de Washington, sería el embajador en México, Ken Salazar, confirmó el viernes pasado el consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Jake Sullivan. Así, Biden degradó el nivel de diálogo y la ventanilla en la Casa Blanca se cerró, abriéndose en Reforma 305.
López Obrador apenas recibió ayer la carta de invitación formal, que tenía fecha del 21 de junio -según el presidente-, y cándidamente justificó la demora a que se retrasó en el correo. Esas comunicaciones no viajan por el servicio postal, sino en la valija diplomática, pero tampoco deben haber considerado urgente dársela o, jugaron también a la demora para que terminaran de cuadrar la estrategia diplomática para la Cumbre.
Mientras López Obrador continuaba con su estrategia basada en la retórica mañanera, la Casa Blanca operaba. De los 14 países caribeños en el CARICOM que habían expresado sus dudas en participar por la exclusión de esas tres naciones, 13 confirmaron. Bolsonaro, tras hablar con Dodd, también. Para mantener ocupada la atención de López Obrador y, podría uno conjeturar, jugar con su ego, durante varios días filtraron cómo podrían invitar a representantes de esas tres naciones, en respuesta a la postura del mexicano.
El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, no esperó y desde la semana pasada dijo que no iría -de cualquier forma, hay una orden de aprehensión en su contra, así que quizás podría entrar a Estados Unidos, pero probablemente no salir-. El presidente cubano, Miguel Díaz-Canel, no aguantó la incertidumbre y el miércoles se alineó a Nicaragua. El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, dejó entrever el miércoles que tampoco asistiría -su situación jurídica en Estados Unidos es como la de Ortega-. Ayer, Estados Unidos ratificó lo que desde que convocó a la Cumbre había anticipado: al menos dos de esos dictadores no serían invitados.
En una audiencia en el Subcomité de Asuntos Latinoamericanos del Senado, el coordinador de la Cumbre, Kevin O’Reilly, afirmó que Maduro no había sido invitado, porque “no lo reconocemos como un gobierno soberano”, que sí hacen con Juan Guaidó como jefe del Ejecutivo venezolano. Poco después, un funcionario del Departamento de Estado le confirmó a la agencia de noticias Reuters que la Casa Blanca no había invitado ni a Maduro ni a Ortega, aunque aún se evaluaba si realizaba algún tipo de invitación a Cuba.
La definición en proceso sobre quiénes y quiénes no se sentarán en la mesa de la Cumbre, ha dejado al presidente López Obrador en un dilema, en el cual se metió por la ligereza de su pronunciamiento, y la ingenuidad e incapacidad de quienes lo metieron en esta trampa. López Obrador sabía -a menos que el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, lo tuviera en la oscuridad-, que Estados Unidos no invitaría a esas tres naciones, desde que el secretario de Estado, Antony Blinken, en la 52ª Conferencia Anual de las Américas, las excluyó porque “como cada gobierno participante en la cumbre sabe, no podemos minimizar el carácter democrático de la región”.
López Obrador nunca pidió que se invitara a los presidentes, sino habló de países, agregando que dependería de ellos si iban o no la Cumbre. Díaz-Canel, con quien tiene una relación de amistad y admiración, le facilitó una salida política al anunciar que no asistiría. Ortega, a quien no critica pese a la represión y violación a los derechos humanos en Nicaragua, ya le había quitado peso de encima. Maduro es quien queda pendiente, pero se perfila a anunciar también su propio veto a la Cumbre.
La postura inicial de López Obrador se está desinflando ante la diplomacia estadounidense. Bolsonaro es la ficha más importante alcanzada, por ser Brasil la principal potencia de América Latina. El presidente argentino, Alberto Fernández, aliado incondicional de López Obrador, se ha distanciado y aún con reservas, viajará a Los Angeles. La presidenta de Honduras, Xiomara Castro, que inicialmente se sumó a López Obrador, ya no está segura de seguirlo y está reconsiderando participar en la Cumbre.
López Obrador se está quedando solo. Su presión pública a Biden fracasó y tiene que recortar sus pérdidas participando en la Cumbre, justificando en la negativa de Díaz-Canel y Ortega su presencia en Los Angeles. Su posición absolutista lo llevó a un dilema. Ahora es tiempo debe alejarse del berrinche y actuar con pragmatismo.
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