Para explicar la importancia de Eduardo Matos en la cultura mexicana, sin necesidad de calibrar sus méritos sólo por reciente premio “Princesa de Asturias”, solamente se necesitan pocas palabras: es el arqueólogo más importante en la historia de México y una presencia indispensable ante los desvaríos de la Cuarta Transformación y sus distorsiones de la historia, especialmente del mundo prehispánico del cual, junto a él , casi todos los oficialistas son ignorantes.
Dos historias del también Premio Crónica.
Una de un rey, otra de una reina.
Él monarca español, Juan Carlos de Borbón, visitaba las ruinas del Templo Mayor con José López Portillo, presidente de México. Eduardo Matos guiaba la visita. La destrucción, el arrasamiento, debían ser explicados. La barbaridad española.
Pero ¿cómo decirlo sin ofender al invitado?
Matos halló la fórmula.
–Ya ve usted, Su Majestad, cómo eran terribles los Austria. Eso, para un Borbón, sonaba como música.
–Oiga, presidente, le dijo el Rey al presidente López Portillo, este hombre además de arqueólogo es un gran diplomático, ¿no le parece?
Y todos rieron ante las viejas piedras silenciosas. Años después la nieta de ese desventurado rey le entregaría a ese espléndido descubridor de vestigios e intérprete del pasado, el premio Princesa de Asturias en Ciencias Sociales cuyo monto, podrá celebrar con versos cantados de Bob Dylan, Leonard Cohen o novelas de Carlos Fuentes. Quizá navegue con el gaviero mayor o se harte de postre con la nieve del capitán. Esos son ahora sus pares, pero ninguna falta le hacía.
Hoy, en este momento de gozo quiero compartir estos recuerdos:
“…Fuera de horario —para comodidad de la diva—, Eduardo Matos había invitado a María Félix, por sugerencia mía—, a recorrer las interminables vitrinas de la Sala Nacional y el resto del tercer piso de Bellas Artes, repletos con la exhibición de las joyas del Templo Mayor, y con esa exhibición (María hacía importante a cualquiera a quien vieran con ella, era un infalible madrinazgo), frenaría las murmuraciones sobre su permanencia al frente de las excavaciones más importantes de la historia arqueológica mexicana.
“Maravillas de orfebrería simple, de cuarzos fulgurantes; venados, jaguares y peces y tortugas de distintos tamaños, cabezas diminutas en cuyos labrados la mano paciente hizo una nueva piel sobre la otra piedra como el envoltorio de un hombre cubierto con el pellejo de un guerrero sacrificado; cuentas, collares, ajorcas, chalchihuites,
obsidiana de ornato o filo de puñal, cascabeles de oro, caracoles de espuma.
—Mira, María, el desollado…
—Sí, el desollado, Eduardo, a mí, Diego me enseñó
mucho de es tas cosas, recordaba María y su mente volaba al Anahuacalli.
En un momento, Matos me presentó mientras yo los seguía a prudente distancia:
—Es mi amigo, Rafael Cardona, es periodista y va a hacer una crónica de tu visita…
—Espero no molestarla, señora, le dije…
— ¿Molestarme a mí un periodista, a estas alturas?, no
lo crea, hace mucho tiempo los periodistas dejaron de
molestarme.
“Su único interés fue cuando le presenté a Patricia, mi
esposa. Le acarició una mejilla con los dedos abiertos, con
el diamante de reflejos azules, y afable le dijo:
—Estás muy linda, niña.
“Hoy ya no vale la pena mencionar a los tiradores desde
el Instituto Nacional de Antropología e Historia cuyas paredes chorreaban envidia porque Matos estaba por culminar el sueño de todo arqueólogo mexicano: encontrar sin asomo de dudas y develar —por fin— el centro del universo mexica; sacar de su sueño de tierra sepultada y lodo hundido, la fundamental piedra de los sacrificios, la cima rota del Gran Teocalli, el Santo Grial del mundo prehispánico.
“Poco tiempo después Matos fue confirmado.
“Para celebrarlo fuimos a comer con Fernando Benítez quien quería conocer a Eduardo. Los presenté. De ahí surgió la magistral obra de Fernando sobre el Templo Mayor, la culminación de muchos años de arqueología en el centro de México”.