WASHINGTON, DC. En mi columna anterior, hablé sobre el contexto en el que se desencadeno la Guerra en Ucrania. Al decidir invadir, Putin, como ex agente de la KGB, seguramente analizó el peor escenario en términos de sanciones económicas y la posibilidad de un enfrentamiento a gran escala. Así como, lo mínimo y máximo que podría lograr con la guerra y, de este análisis construir las combinaciones necesarias para lograr sus objetivos (al menos los mínimos).
En el mundo occidental se ha creado una narrativa mediática que afirma que Rusia está perdiendo la guerra. ¿Pero qué quiere decir esto? Al preguntarnos si Rusia gana o pierde, habría que matizar la pregunta, ¿Qué quiere decir ganar o perder esta guerra? Putin está implementando una estrategia similar a la que utilizó en Siria, en donde logro su objetivo: destruir lo máximo posible, dejando muy débil la situación en el país. Es probable que Putin una vez que logre la aceptación que Ucrania nunca será miembro de la OTAN y otras peticiones, decida salirse del territorio ucraniano y quedarse únicamente con parte del Este, Donetsk y Lugansk. Si lograra esto, aún si el costo fuera muy alto para Rusia en términos económicos, humanos y militares ¿ganó o perdió? ¿Perdió solo Rusia o hubo más perdedores? ¿Quién ganó?
Por ejemplo, al hablar de sanciones económicas existe mucha evidencia que estas no son (ni han sido) efectivas en contextos bélicos y de ocupación. En un país del tamaño de Rusia es evidente que las sanciones tendrían consecuencias y reverberaciones en la economía y la cadena global de valor. En la historia moderna no existe un antecedente sobre los efectos de medidas severas contra una economía importante conectada globalmente como Rusia. El grado de integración en la economía mundial de Cuba, Corea del Norte, Siria, Venezuela, Nicaragua, Myanmar, por ejemplo, son modestos.
No existen precedentes de aislar una economía con un importante sector de hidrocarburos, un sofisticado complejo militar-industrial y una canasta de exportaciones de productos básicos como trigo y fertilizantes, entre otros. Las fragilidades existentes en la estructura económica del mundo globalizado significan que tales sanciones tienen el potencial tener un efecto boomerang y causar consecuencias políticas y materiales en los países que están sancionando a Rusia. Y no solo en ellos, sino en todo el mundo. De hecho, esto ya está sucediendo.
Por ejemplo, los agricultores de Brasil, el mayor importador de fertilizantes del mundo, ya tienen problemas para obtener nutrientes para sus cultivos. Brasil lidera las exportaciones mundiales de soja, café y azúcar. Las perspectivas de una menor disponibilidad de fertilizantes y mayores costos podrían empeorar aun más la inflación de alimentos, y peor, crear escasez. Esto llevará seguramente a disturbios sociales en muchos países. Si la guerra económica entre Occidente y Rusia continúa hasta 2023 con esta intensidad, el mundo puede caer en una recesión inducida por las sanciones (ya vemos indicios de esto en África).
Rusia también podría tomar represalias restringiendo las exportaciones de minerales esenciales como el níquel, paladio y los zafiros industriales, cruciales para la producción de baterías eléctricas, convertidores catalíticos, teléfonos y microchips.
Un embargo ruso o una gran reducción de las exportaciones de paladio, níquel o zafiros también afectaría a los fabricantes de automóviles y semiconductores.
Para complejizar más el panorama, recordemos que los líderes que defienden que sus acciones son esenciales para lograr objetivos vitales de seguridad nacional, como lo hace hoy Putin, han demostrado estar dispuestos a pagar un alto precio económico, humano y militar a cambio de lo que consideran será su legado histórico. Sobre esto y el nuevo orden mundial, hablare en mi próxima columna.