Juan Antonio Isla
María Félix caminó lentamente abriéndose paso entre la multitud que quería estar cerca de ese icono del cine nacional. La gran diva portaba un vestido color perla que brillaba tanto como ella y una chalina para cubrirse las manos. La gente quería saludarla, aproximarse a ella para luego contar que habían conocido a esa singular heroína que jugaba a ser villana en las películas de la época dorada del cine mexicano.
Grande fue la decepción de quienes quisieron estrechar sus manos. Las tenía bien protegidas por una pañoleta con tejido de Bruselas. Más adelante comentó más en corto.
-Me da pena retirar la mano cuando quieren saludarme, pero es que mis manos ya están muy delgadas y viejas- confesó con esa voz grave, como impostada, sin que nadie le preguntara nada.
Hicimos el recorrido por la exposición del artista Antoine Tzapoff, su pareja. Las pinturas eran retratos de la actriz con vestidos y tocados de diversas etnias. Era una reina espectacular. Y los marcos, todos diferentes y con diseños y materiales formidables: maderas finas cubiertas con oro, molduras de plata, filigranas y pedrería. La calidad de las pinturas era indiscutible. El autor permanecía callado, como si estuviera mudo. La directora del Museo, Margarita Magdaleno condujo el recorrido con lujo de erudición.
La visita de la Doña al Museo de Arte de Querétaro estuvo precedida de su amistad con Rodolfo Rivera, museógrafo del maravilloso espacio barroco, rescatado por el gobierno de Mariano Palacios que nos pidió que esa noche fuéramos especialmente atentos con la gran señora.
La invitamos a cenar. Comió de todo y en lugar de postre sacó una cajita con habanos. Fumó con pausa y deleite. Platicó anécdotas y respondió preguntas. Fue amable y generosa. Pidió que los comensales y los alimentos fueran selectos. En la conversación alguien le preguntó sobre su relación con el gran pintor Diego Rivera.
-Sí, me pretendió ese viejo barrigón. Era feo, pero tenía un aura que lo hacía atractivo. En alguna ocasión tuvimos una diferencia. Nos apartamos un poco, pero un día me mandó un regalo. Era una caja mediana y muy bien envuelta. Cuando la abrí me di cuenta que era una jaula con una serpiente. ¡El cabrón gordinflón casi me mata del susto!
Todos soltamos una gran carcajada que ella misma inició. Su aire de estrella estaba en su risa, en su voz, en su mítica belleza y era otra en la cercanía, en la confianza. Se olvidaba de ser la infame mujer que escupía a los soldados impertinentes de sus películas y se convertía en la virgen adorada por Pedro Infante en “Tizoc”.