“Sólo el desarrollo armónico y congruente de un grupo humano constituye un progreso cierto. Porque cuando el desarrollo obedece a una importación imprevista, súbita y transitoria, su nombre es otro. Es colonización”
Memorias La tierra prometida (1972) Ed. Porrúa
JAIME TORRES BODET
Entre 1977 y 2014, se han hecho 11 reformas electorales, ocho requirieron modificaciones constitucionales y tres, solo a nivel de la legislación secundaria, para establecer cuotas de género en 2002, elevar los requisitos para formar partidos políticos en 2003 y regular el voto de los mexicanos en el extranjero en 2005.
El reformismo que ha padecido la legislación, ha obedecido principalmente, a las coyunturas electorales, tras de las cuales los partidos han ido ajustando las reglas del juego según los resultados que obtengan y el contexto político imperante. Sin embargo, los intereses partidistas no han impedido que se obtengan verdaderos avances democráticos.
En su primera etapa, alcanzar el pluralismo, la participación de las minorías y romper la hegemonía del partido oficial fue la meta y se logró. Una segunda fase buscó dar certidumbre y confianza en los procesos electorales y se instituyó el INE con mandatos claros para la organización de las elecciones, dando lugar a la profesionalización de los funcionarios y la participación de la sociedad en la recepción y el cómputo de los votos.
En su tercera época, se sentaron las bases para una competencia más pareja eliminando las ventajas del partido en el poder, dotando de financiamiento público a partidos y campañas y vigilando su gasto, además de dotarlos de acceso a publicidad gratuita, limitando a la vez la publicidad oficial. A grandes rasgos, estos son los principales logros del reformismo que ha caracterizado el llamado avance democrático y en el que se debe reconocer la presión ejercida por los opositores al partido hegemónico que, desde que tuvieron voz en el congreso pugnaron y lograron muchas de las reformas enunciadas hasta llegar a la alternancia con un partido de derecha en el año 2000 y otro de aparente izquierda en el 2018.
La reforma electoral que ha prefigurado el presidente López Obrador, no tiene ningún asomo de congruencia con las anteriores luchas opositoras, por él compartidas y apoyadas. Querían limitar la participación del gobierno en campañas y promovieron que no hubiera mensajes y que los funcionarios no aprovecharan el puesto ni la publicidad gubernamental para promoverse, ahora aprueban decretos interpretativos para que se pueda.
Querían que el gobierno federal no controlara los procesos electorales locales ni federales, ahora es todo lo contrario.
Ahora, parece que no importan los cómos sino los quienes y solo es congruente porque una vez más se promueven reformas buscando el beneficio de partidos, aunque ahora es el partido gobernante el que promueve en su favor. El presidente no ha ocultado la aversión que siente contra el órgano electoral y su actual presidente, y por eso, es evidente que más que un afán democrático es la venganza y el resentimiento lo que la engendra, pues aún no digiere las derrotas anteriores en las que invariablemente denunció fraudes sin comprobar ninguno.
Lo paradójico de su propuesta radica en que, para la elección de los consejeros que propone, tendría que organizar la elección este mismo organismo que aborrece y al que acusa de parcial y servil ante poderes fácticos.
El presidente sobre estima la fortaleza de su movimiento y los 30 millones de votos que obtuvo en su elección y prefigura que mediante una elección o consulta popular podrá imponer consejeros y magistrados electorales a modo, y que la eliminación de los diputados y senadores de representación proporcional le facilitará obtener reformas constitucionales. En el fondo, se vislumbra la intención de centralizar el poder, de asegurar, con los métodos y procedimientos de antaño, los que querían destruir, la hegemonía de un partido que haga posible el restablecimiento de un régimen desechado por los ciudadanos desde finales de siglo.
En ello, no existe ningún asomo de democracia participativa, sino un burdo intento por consolidar el poder que difícilmente podrá refrendar en la próxima elección sin la reforma que propone. Es complejo que prospere la reforma constitucional que necesita, por la configuración actual del Congreso, sin embargo, habremos de ver como se insistirá reiteradamente en la presentación, promoción e improbable aprobación de una reforma que, al igual que la energética están destinadas a ser distractores y marcar la agenda de la discusión pública.
El hecho es, que las acciones y propuestas del presidente, lanzadas sin calendario ni agenda que no sea la electoral, distan mucho de configurar un plan de gobierno o un proyecto de desarrollo, democrático y productivo como lo necesita el país. La congruencia entre los postulados de campaña y la realidad del gobierno se esfuma; la proclamada reforma electoral se desnuda como un burdo intento de asaltar el poder por tiempo indeterminado, mientras se instala un centralismo administrativo ineficiente, en el que la austeridad proclamada se contradice con el dispendio y dilapidación de recursos en la realización de obras y proyectos diseñados y ejecutados al gusto y tiempos del gobernante. Tomando la afirmación de Don Jaime Torres Bodet, el presidente no está gobernando, está colonizando la administración pública y las instituciones, no obstante, los malos resultados están saliendo a la vista, por más reformas distractoras que se propongan.