Nunca fui como todos los niños: siempre fui diferente, a pesar de la intolerancia de los parientes y vecinos de más edad que me hacían burla por ello. En el kinder “Rosita S. de Chanes” prefería quedarme en el salón de música contemplando y escuchando a la insigne maestra Carmelita Septién Sicilia tocando el piano, a ir a jugar entre la arena, la pila y las piedras del bello traspatio; ahí mismo prefería extasiarme con las gárgolas de la famosa “Casa de los Perros” que andar haciendo rondas infantiles. En lugar de andar con ropa propia de infantes iba ataviado de guayaberas compradas al señor Palacios en “La Infantil”. Al probar mi primer traje para la primera comunión, decidí andar vestido así de por vida que usar mezclilla, ya que al no tener nalgas bien hechas (echas es albur) en forma de mandarina, pues no luciría ese tipo de ropa. ¡Claro que mucho tiempo usé el mismo trajecito café oscuro príncipe de Gales, hasta que tuve que trabajar de peón para comprarme uno de tono gris Oxford terminando la secundaria 1!
Aunque ahora aprecio la calidad de letras y música de Crí-Crí, en mi infancia prefería escuchar a The Beatles que a don Francisco Gabilondo Soler, además de saborear con un agua mineralizada de Tehuacán en la mano a José Alfredo Jiménez, al grado de que mi profesora de sexto año de primaria, Angelina Ruiz Hernández, mandó llamar a mis padres para decirles que iba a ser un alcohólico (bruja, bruja). En lugar de jugar con pistas de trenes o coches me vestía de seleccionado alemán y me hacía llamar Gerd “El Torpedo” Müeller, cuando todo mundo le iba a Brasil y se creían Pelé todos los escuincles. Quizás por eso me insultaban que era “El Torpedo” pero por torpe y por pedo. En vez de jugar “a las escondidas”, organizaba batallas en mi huerta y -sintiéndome Mariano Escobedo en el Sitio de Querétaro- ahorcaba las muñecas de mis hermanitas en la arboleda. Me aburrían por bobas las películas de Viruta y Capulina, las de Cantinflas y las de Clavillazo, por lo que me aficioné a las del inmortal charro barítono atenorado Jorge Negrete.
Más delante, cuando llega la adolescencia y te traicionan las hormonas, yo no pegué en el techo blanco de mi alcoba un póster de Sophia Loren o de Lucía Méndez: yo coloqué a Miroslava y a Julie Christie, la que interpretó a Lara en “Dr. Zhivago”. Mientras mi hermano Tito pasaba embobado todas las tardes frente a la televisión viendo el infame Canal 5 con sus muñecos japoneses y su UltraMan y Ultra Seven, yo prefería ver el busto de Fanny Cano en “Yesenia” o a Benito Juárez en “El Carruaje”. Ya en la adolescencia, me clavé con música romántica y en vez de oír los gemidos femeniles de los Bee Gees y de bailar como Travolta escuchaba Trova Yucateca; mientras todos los comunes y corrientes oían a Emmanuel y a José José yo escuchaba a Librado Anderson, Plácido Domingo y Pavarotti. Preferí los tacos de cabeza de la esquina de Balvanera con Ezequiel Montes que las únicas hamburguesas que se vendían en mi Querétaro: las del “Chef Panda” en Jardines de Querétaro. Gocé las jaletinas del señor Pozas en la esquina de Hidalgo y Ezequiel Montes y odiaba las nieves artificiales de la Danesa 33. Elegí juntarme con los vagos del jardín Guerrero para patinar en lugar de acudir a la lujosa pista de patinaje de lo que fue Chamali en los entonces parques industriales, propiedad de los Maldonado Franco.
Me fascinaba escaparme a los municipios del interior para subir cerros o cantar y bailar con güeritas (de preferencia con vestidos rojos y sin medias) de pueblo y rancho, a andar con golfas en discoteques; visité mil veces el cerro de Las Campanas y nunca soñé con Disneylandia; mi Río Querétaro, con sus sapos y ranas, era mi mar. Me llenaban de luz las huertas de La Cañada y mandé a la lingada molestos viajes a Chapultepec y a su Montaña Rusa. Le fui toda la vida a mis gloriosas Chivas Rayadas del Guadalajara –por nacionalista- y no a los hermafroditos malinchistas del Club América, cuya publicidad enajenante dañó el cerebro de mis contemporáneos.
Subí mil veces El Cimatario (originalmente Zimatario) y me enamoré de nuestra Sierra Gorda en lugar de obsesionarme con los Estados Unidos de Amnesia. En vez de quedarme a ver la nefasta programación de Televicentro (hoy Televisa) me afilié al Partido Comunista y seguía a Salvador Cervantes en su lucha contra la desigualdad. No oí canciones indejas de letras insufribles, pero sí las parodias de Óscar Chávez y las de protesta de Judith Reyes. En lugar de enamorarme de la poesía comercial de Alberto Cortéz lo hice de la muy profunda lírica de Joan Manuel Serrat. Cuando mis compañeritos me torturaban el oído con su chinche flauta dulce yo me peleaba con mi guitarra y el contrabajo.
Cuando todos iban a la discoteque (ahora antros), yo asistía a la ópera en el Palacio de las Bellas Artes en la CDMX y a grandes conciertos; mientras mis amigos y condiscípulos rugían para acudir a “La Calabaza” (donde estuvo la Texaco) o al “Josefa´s”, yo me escabullía todas las tardes con mi amigo Junípero Rodríguez al “Café Tokyo”, propiedad de su papi Alfonso Rodríguez Márquez, negocio al que muchos indejos queretanos confundían con un café chino. Allí, en “El Tokyo”, aprendí a amar a la Pepsi y no a la Coca, así como a las enchiladas suizas y no a los hot dogs. Cuando la golfiza se las pelaba para asistir al “Pub”, “La Ópera”, “Cristal”, “Emilianos” y “Qiu”, yo me iba a poblar Cadereyta y Bernal. Sigo igual de raro: cuando todo mundo lee las noticias de la nota rosa en que hemos convertido la nota política, yo me quemo las pestañas con “Plaza de Armas”, “Tribuna” y Julio Figueroa. Diría Manuel Alejandro que “yo no tuve juventud como cualquiera, porque pasé de la niñez a mi garganta, porque pasé de la niñez a mis asuntos”.
LA CASA DE LOS PERROS: A los ganadores del premio de “La Pregunta de los 64 mil pesos” era muy común que el presidente de la República los recibiera y hasta los hiciera diputados federales. Cuando yo lo gané el 1 de marzo de 1994 no me mandó llamar el saliente Ejecutivo Carlos Salinas de Gortari pero sí el muy decente y maestro mío don Enrique Burgos García, con quien yo colaboraba como Director de Organización y Documentación desde 1991, dependiendo de mí, entre otros órganos, el Archivo Histórico del Estado. Me dio cita el gobernador para el 21 de marzo de 1994 a las doce del día: me dije, ¿no se habrá equivocado don Enrique Burgos con la fecha de mi cita si tiene visita juarista en el Cerro de Las Campanas con el presidente Salinas de Gortari a las diez? Pues no, dejando al presidente en el aeropuerto de Menchaca, se dirigió puntual mi gobernador Burgos a Palacio de Gobierno y lo único que me dijo fue “estás para algo más que para director; no te alejes de Palacio y recibirás noticias mías en los próximos días”. Me despedí emocionado y no pude conciliar el sueño por muchas semanas, preguntando al presidente del PRI, Héctor Guillén Maldonado, si ya estaban las listas de candidatos a diputados locales. El gober no me dijo que iba para diputado, pero yo así lo creía y me lo repetían los chismosos de Radio pasillo. Pues yo no salía del Palacio ni para comer y que llega un día que sería nefasto para México: el 23 de marzo de 1994: estaba en mi oficina viendo mi tele y comiendo productos chatarra cuando interrumpen la programación para dar la noticia de que Luis Donaldo Colosio había sufrido un atentado: ni tardo ni perezoso marco la extensión directa del gobernador Burgos y me contesta su secretario Técnico Óscar Hernández Villarreal. “¿Estás seguro Andrés?, eso es muy delicado”. “Tan seguro como que Jacobo Zabludovsky había entrado en escena”- fue mi lacónica respuesta. De allí ya no supe nada, el doctor Burgos se fue a los funerales a México esa misma noche y mi candidatura nunca llegó porque se atravesó FOA en favor de su íntimo amigo Sergio Reyes. Yo llegué a la Secretaría Técnica de la Gubernatura y Óscar Hernández Villarreal a la Oficialía Mayor. Años después Paco Guerra Malo me sigue diciendo qué bueno que nunca fue diputado, “porque el hueso dura tres años y la vergüenza toda la vida”. Les vendo un puerco en forma de diputaibol.