En una democracia los ciudadanos tienen el derecho de saber todo aquello que pueda repercutir en la actuación pública de los políticos, sea por cuestiones de intereses económicos, políticos, sociales, relaciones de afecto, de salud, física y psicológica. La intimidad es el derecho más endeble de los actores públicos. Es el tributo por participar en un escenario donde su forma de pensar y actuar trasciende la sociedad.
En virtud de que una de las principales cualidades que se aprecie del político es que sea trabajador y dinámico, ante toda posible vulnerabilidad se sienten con el derecho y, por pragmatismo político, de esconder su condición física. A la clase política, suponen, la debe de respetar la biología y las injurias del tiempo. En pocas palabras la kryptonita, material que tumba a Superman, no marea a los personajes públicos.
¿Pero qué debe hacer esa sociedad cuando el quebranto sucede ante los ojos de los medios de comunicación o por inusitada confesión de quien padece la enfermedad? Lo acabamos de experimentar con el reciente deterioro del Presidente. En este caso la información oficial fue falsa, escasa y contradictoria, ni en un laboratorio de sociología se hubiera preparado un escenario mejor para la proliferación del rumor. Obviamente ante este antecedente se hizo más creíble la narrativa que circuló fuera de los órganos oficiales, misma a la que los medios de comunicación dieron también difusión.
En beneficio no solamente del derecho de la opinión sino hasta por el bien mismo del poder es necesario legislar al respecto. Demandaría que la profesión de médico incluyera en su código de ética la obligación de que la atención de un enfermo, cuyo estado físico repercuta en su actuar público, deberá hacer una valoración en la que fundamente su diagnóstico. Que incluya la terapia correspondiente y los posibles efectos colaterales en el estado físico y de los medicamentos proporcionados. Faltar a la verdad o realizar una autocensura que sea comprobable implicaría una sanción grave como la suspensión de la actividad profesional.
Pero de igual forma, no podríamos confiar en los médicos personales del personaje público, estos profesionales tendrán derecho de conservar en secreto la salud de sus pacientes y solamente podrían hacerla pública, cuando otro grupo de médicos independientes y designados por instituciones académicas, consideren que no tiene la veracidad o la calidad óptima, por lo que deberá ser dado a conocer a la opinión pública.
La intimidad personal y el secretismo profesional deben tener sus límites y subordinarse a los intereses del país. Pero insisto, es por provecho mismo del poder. “La verdad, dice Marx, es tan indiscreta como la luz”. Pretender esconder la realidad en la era del internet, con un pueblo bueno, sabio y chismoso lo único que conduce, parafraseando la mañanera, a que lo que afirman las redes no es verdadero, pero es menos falso que la verdad oficial.