Uno de los momentos más emotivos de toda mi carrera profesional fue cuando atestigüé un rito de canonización. Fue en la Basílica de Guadalupe y la fórmula sacra fue pronunciada con majestuosa y apabullante liturgia, por el Papa Juan Pablo II, el miércoles 31 de julio del 2002.
Lo escuche decir “…con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo; de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y la Nuestra…”
Y así, en el arrebato del incienso, entre casullas bordadas con hilos de oro, con las mitras al aire y la sacralidad musical, la fe recibió su tributo mayor y en el dorado altar de la Guadalupana, el indio Juan Diego, el más pequeño de los hijos de la virgen, se elevaba a una dignidad nunca antes imaginada. El invisible espacio de la santidad…
Todo lo demás es asunto religioso y quien crea creerá y no hará lo mismo el descreído o quien viva fuera de esa iglesia. Ese es otro tema.
Yo recordaba aquello cuando escuché al presidente de la República, en una especie de ritualidad laica o al menos mediática, alzar por los altares de la exaltación pública a un irresponsable cuyo mayor talento ha sido siempre la adulación hacia quien ahora lo consagra en el ara de los grandes servidores de la nación, de los grandes médicos, por encima de Lucio, Liceaga o Balmis quien trajo a México hace muchos años, la salvación de las vacunas.
La exaltación de los méritos de Hugo López-Gatell, cuya verbosidad superficial y en muchos casos contradictoria y aberrante, imperdonable en boca de quien dice ser un científico, cuando no ha logrado nada más allá de la burocracia mediana, se contrapone con todas las opiniones serias en torno de este personaje y su catastrófico manejo de la pandemia.
Y la palabra catástrofe no es una aportación ni de críticos ni de opositores políticos: es suya. Él tasó la debacle en sesenta mil muertos. Y la realidad, la insobornable ausente de las “mañaneras”, le ha recetado una cantidad de difuntos diez veces mayor.
Y esas muertes no cuentan en la ampulosa vanidad del populismo machista del desprecio al cubrebocas, las pruebas y el indispensable desarrollo científico, mientras –diría Edmundo Valadez–, la muerte tiene permiso. Prohibido prohibir.
Otros países han controlado la epidemia en sus lugares mediante confinamientos, pruebas, vacunación masiva y constante; atención médica de calidad y un alto sentido de la responsabilidad en la conducta de sus ciudadanos.
Aquí se ha querido contenerlo todo con la charlatanería de la fuerza moral opuesta al riesgo de contagio. El resultado ha sido hilarante y ridículo: el presidente se ha contagiado dos veces y el epidemiólogo (a quien sus propios maestros han refutado), por lo menos una. No pueden prevenir ni siquiera en sus casos.
La lista de los dislates de López Gatell, su enredosa verbosidad cantinflesca (López “Gatinflas”, le dice alguien), resulta prolija e interminable. Eso hace más incomprensible la defensa presidencial en términos inmerecidos.
Esa forma de poner el pecho por los suyos es sorprendente,pero fácilmente comprensible: no se trata de ellos sino de si mismo, de su imagen, de mantener inagotable su capacidad para seleccionar a los mejores en el amplio campo de la ineptitud comprometida y la lealtad sin requisitos de capacidad y a veces ni siquiera de idoneidad; se trata de frenar a los críticos, no importa si estos exhiben corrupción, conflictos de interés, tráfico de influencias de parientes o devotos, hijos o entenados, si les fincan agresiones sexuales, o cualquier otra circunstancia.
El mérito de alguien, además de la sumisa lealtad –sea Salmerón o HLG; Jesusa o cualquiera de los suyos, por horrendo como sea, al estilo de Salgado Macedonio, por ejemplo–, existe para su defensa sobre todo si alguien lo ataca o lo censura.
Y no se blande la espada protectora por generosidad; no, es por el instinto de autoprotección, de un político cuya mayor fortaleza ha sido jamás aceptar lo mínimo, para evitar, después, ceder en lo máximo.
Un alfiler puede convertirse en una lanza
Nada, ni un paso atrás, como se dijo sin provecho en el caso de Salmerón hasta el extremo ridículo de pedirle una carta de declinación herica.
Estos párrafos no tiene desperdicio y quedan a la consideración de los especialistas:
“—La agarraron contra Hugo porque, pues él es el que nos ayudó, imagínense si no tenemos un experto, pero además con la capacidad intelectual y expositiva (puro rollo) de Hugo, nos acaban…
“…Porque puede haber hasta mejores, los hay en el Gobierno, científicos, especialistas, pero ¿cómo explican? (o como mienten). Y en una pandemia que tiene que ver con todos, lo fundamental es la comunicación, entonces la molestia de nuestros adversarios es que querían agarrar un pollito y les salió gallo”.
–¿Capacidad expositiva?
Pero la defensa de ese discutible mérito de oratoria fallida, excepto si lo escuchan iletrados, ágrafos y turulatos, expone al presidente a preguntas como esta:
– ¿En su papel de Presidente asume toda responsabilidad histórica, política y jurídica de la estrategia en atención a la pandemia?
–”Pues sí, en todos los casos el presidente tiene responsabilidad, puede ser que no sea culpable, pero soy responsable y considero que la estrategia que se llevó a cabo para enfrentar el grave problema de la pandemia fue acertada y salvó muchas vidas”
Quizás el riesgo no sea el de las preguntas incómodas sino el de las respuestas como la anterior. No advierte el presidente –o lo soslaya–, cómo se juzgará toda esta tragedia en los años por venir, esos por los cuales se desvela y prepara legados políticos. Ese fracaso también será suyo.
¿La estrategia salvó muchas vidas? ¿López Gatell es un hombre serio?
La realidad nos dice lo contrario. Debe ser un realismo neoliberal.