Capitulo III
El Encuentro
El General Mariano Escobedo prácticamente tiene sus objetivos cumplidos, por un lado la suntuosa entrega del otrora Emperador Maximiliano con sus generales, le dan una plena satisfacción militar no solo la de haber cumplido ¡Haber logrado la rendición! El préstamo gestado por el presidente Benito Juárez a la familia de Don Fernando Duque de las Casas en pleno sitio de la ciudad – aquel que pareciera una corona que circunda la ciudad y por la importancia tal de lo resguardado era el dorado metal- estaba de igual manera consumado con rumbo a San Luis Potosí por un camino secreto y poco conocido ¡Tardado pero seguro!
-Deseara haberme no perdido el rostro de estos prestamistas ¡Malditos usureros Duque de las Casas! – Pensaba el general. Imaginaba Escobedo que la trampa puesta a Doña Andrea para mantenerla secuestrada ¡Siendo la única manera de lograr que dieran acceso a las tropas del general republicano al tan ansiado oro! Debió de haber costado el enojo de sus vidas -¡No encuentro quien se hubiera atrevido a hacerles esto en toda su historia – sorbía el fino y amargo humo de su cigarrillo de manufactura de esta ciudad ¡Pero aún le queda la espina! ¿Son los tesoros que vio de los cuales ya no era una leyenda o mito sino una realidad, sentido le daba de cuál era la utilidad de la ciudad para el país? Debido a que el sitio ya estaba consumado, la muerte de Maximiliano Emperador es probable y el retiro de las tropas republicanas del sitio es inevitable, Escobedo aún deseaba regresar -¡Es seguro que solo mostraron una parte del tesoro completo! – ¡Quería el metal a como diera lugar! ¡Todo lo que hubiera del metal!
¡En su cabalgadura le fue informado que la ciudad estaba libre del sitio!
Ya una vez en su tienda de campaña mientras se busca su cajetilla de cigarros se acomoda sus lentes, una carta con varias instrucciones, entre ellas la de partir de la ciudad, no sin antes revelar las condiciones de la misma ¡Santo y seña! Los encargados de la revisión en su totalidad de la ciudad de verdes frescores le reportan las condiciones: -¡No hay ningún imperialista señor! Ni vivo o muerto – Se regocijó y de nuevo encendió otro cigarrillo ¡Era el momento que esperaba! Tomó su chaqueta de general, abotonó sus elegantes pastillas de oro, se fajó bien su cintillo y se puso su cinta de cuero para tener a la mano la pistola, se alcanzó a peinar con su mano el cabello aún húmedo de sudor se levantó y tomó hacia lograr tener una perspectiva mejor tanto de su persona, debido a que ingresaría a la ciudad – a lo que quedó de ella-.
Tomó unos papeles y los dobló, un lápiz y se lo guardó en su bolsillo de la chaqueta, enfiló hacia las caballerizas, ya le tenían un nuevo caballo fresco y listo para partir. Un hermoso animal de cuartos platinados y luceros en la frente que seguramente había sido extraído a algún importante mando imperialista, ya le aguarda. Su caballerango le resaltó algunas instrucciones del animal, se miraba brioso y con muchas ganas de tomar camino, pero el general Escobedo, fiel a su usanza de ser hombre de los de a caballo, no tomó interés, y con desprecio ¡Le dio una palmada en los cuartos traseros!
-¡Hermoso animal León! –le profirió a su caballerango.
– ¡Es peligroso, me dicen! Tenga cuidado mi general- cabizbajo le contestaba. Escobedo subió, le pidió su rifle de repetición a León, lo metió en su funda que ya tenía la monta, tomó desde la Alameda a ingresar a la ciudad, sin escolta compañía, solo para ver y tomar nota de lo que miró por debajo de las calles por aquellos los pasadizos secretos, pero ahora lo deseaba reconocer por la parte superior.
¡Ingresó de manera casi fantasmal la ciudad esta destrozada! La miseria se miraba por doquier. Aún varios soldados republicanos apilan cuerpos en las carretas de la muerte, como les comenzó a llamar la gente. A Escobedo le llamó la atención ver que esas carretas que transportaban a los cadáveres, tan limpias y llenas de cal ¡No le dio tanta razón y siguió su marcha! De varios minutos de andar llegó a una plaza llena de escombros, derruida, se miraba que ahí había existido algún imponente resguardo arquitectónico, reconoció – con acento militar- parte de sus balas de cañón, mismas que asintió con alegría y satisfacción de haber tronado estos muros que a leguas se miraban eran de los religiosos.
-¡Pinches curas! Eso obtuvieron por dar cobijo al príncipe europeo – mientras escupía sobre los escombros. Siguió cabalgando suavemente el vaivén de la monta inclusive le hacía ver un poco alegre, en la ciudad no quedaba ladrillo de adobe tras ladrillo, boquetes en las paredes, ventanas destrozadas ¡No hay personas! Pareciera que el fin del sitio hiciera que todos huyeran, una ciudad en ruinas a pesar de haber sido tan poco el tiempo. Al enfilar hacia el Teatro Iturbide de punto ya sin techo -debido a que los conservadores utilizaron todo metal que encontraron en la ciudad para lograr hacer balas de cañón- el general Escobedo descubrió un conjunto de casas señoriales de imponentes escaleras y con leones a cada lado ¡No tienen un solo rasguño! Un vidrio roto o cualquier resquicio que dejara la guerra ¡No solo en una ciudad cañoneada! Sino que fue puesta a prueba por más de sesenta días.
-Extraño- murmura. Decidió bajar y cerciorarse de las condiciones tal vez era un aspecto fantasmagórico o su mente le hacía una jugarreta. Desde aquél tiro en la oreja que le lastimó su cara la vez que se acercó al sitio de más, aún le dejaba algunas alucinaciones o le daban algunos sueños extraños. Se acercó a la reja, tocó con la parte interna de su anillo de grado e insistió. Lo volvió a hacer ¡No había respuesta! Así que decide entrar. Abrió con fuerza el gran aldabón que interrumpía las rejas se acercó a la escalinata y vio dos grandes puertas de color blanco que dejan ver un poco las figuras interiores, debido a que los cristales son enchinados y permiten el paso de la luz. Tocó en los cristales con su anillo de compás y escuadra ¡No hay respuesta! Decide dar la vuelta al picaporte, la puerta abrió sin dificultad e ingresó con sigilo, pero ya tenía en su mano -por precaución- su revólver LeMat dispuesto a ser útil si lo requería. Ingresó a una pequeña sala ¡Aún el aroma del cedro de los muebles! Las flores del día puestas a una imagen de una virgen religiosa en un descanso de madera fina y bien tallada, a la que por supuesto Escobedo miró con desdén. Siguió ingresando y la siguiente puerta da al patio con un hermoso conjunto de arcos grandes y bien acañoneados, contrafuertes le dan a la construcción una especie de aire de fortaleza como las grandes casas de la Toscana.
La distancia entre la fuente y los arcos son descomunales, de facilidad caben dos carrozas entre sí y sobra espacio ¡El general Escobedo estaba asombrado! -¿Cómo chingados resistió este conjunto sin ningún cañonazo? – pensaba. La fuente encendida levanta los chorros de agua de forma rítmica, una hermosa forma octagonal con remates barrocos, cantera de color violácea hace ver el agua de colores brillantes, unos peces grandes japoneses naranja y plateado, nadan grácilmente dentro del agua, cristalina y llena de plantas verdes -¡Pero que cantidad de agua! – al seguir ingresando al patio miraba de reojo la tranquilidad, lo cuidado de la propiedad, ¡Ni un solo raspón de cañón o tiro alguno! Sigilosamente, trataba de colocar correctamente su mente ¡No podía creer lo que veía! Se acercó un poco más ¡Aquello era macabro y le hizo la piel se le escurriera desde la nuca hasta los pies! En una elegante mesa con finos manteles de color rojo y azul, rodeados de pequeñas tiras de jamón serrano, en algunas tablas unos quesos que a vista se veían apetitosos, unas cuantas botellas de vino tinto de cosechas particularmente europeas. Sobre aquella elegante mesa dentro de seis vitroleros estaban en cada uno ¡Las cabezas de sus capitanes y comandantes que nunca regresaron de la segunda expedición a los pasadizos por debajo de la ciudad! a la cual, el propio Escobedo habría participado, en la segunda vez no, reconoció las caras de a quienes había enviado ¡Conocía el miedo desde sus recónditos sabores! Aquello no era naturalmente visto en estas tierras de religiosos y hombres adinerados ¡Le constaba! En muchos años, de verdad que en varios más hacia delante no había sentido lo que ese día.
Una voz salió del fondo.
-¿Gusta Usted una vianda general? – de atrás de él y con una pistola tocándole la nuca al asombrado general Escobedo, Don Fernando Duque de las Casas le decía con arrojo y tranquilidad ¡Le sorprendió! ¡El general sintió que se le doblaban las rodillas! – Viene Usted a mi casa, se mete, se pasea como si fuera un invitado bien recibido trata de comerse mis viandas y se atreve a sentirse ¿Sorprendido? – le decía Don Fernando mientras cargaba con su mano izquierda la bala que pondría fin al destino del general ¡Cargó la pistola con una sola mano! – Secuestra a mi esposa, la tortura, le pone una trampa en San Sebastián, la trata de matar ¿Aún se siente sorprendido? – Le seguía apuntando que para este tiempo el general había sido ya desarmado. Al general Escobedo no le quedó otra que rendirse y tratar de conservar la calma, estaba por primera vez ante quien había resistido estoico uno de los episodios de mayor fuerza militar y emocional durante el sitio, debía ser cauto y más inteligente ¡Perder la vida así no lo había visualizado! Trataba de darse la vuelta pero Don Fernando frío como cada vez, le continuaba apuntando a la cabeza ¡Podía sentir la dureza del arma tocando su cráneo!
-¡Podemos hablar como personas que ya vieron terminar un episodio histórico del cual se escribirá por muchos años más! – lanzaba las palabras al aire.
-¡Te metes a mis terrenos! Te escondes como una rata debajo de tus hombres para no ser quemado y escapas ¿Aún crees que podemos hablar? He seguido tus pasos, mandé escudriñar ¡Dos veces escapaste de mi francotirador que, si yo le hubiera dado la orden de darte en el corazón te lo habría partido en pedazos! Entras en mi casa ¿Vienes a dar tu último asalto? ¡Ya tienen a Maximiliano! ¿Qué chingados quieren tú y tu ejército de mierda?
-¡La diplomacia no es tu fuerte! ¿Qué te parece que hablemos primero y nos ponemos cómodos? ¡Sirve que me invitas a departir con mis amigos! – se burlaba cauto el general, entre nervios y tratar de hacer un tiempo.
-¡Atadle cabrón! – Don Fernando le dio la orden a uno de sus incondicionales, vestido a la usanza completamente de negro con antifaz, capuchones y en la muñeca el escudo de Duque de las Casas. Escobedo fue amarado con nudos que no conocía o que no alcanzaba a dar, sentado en una silla solo quedó su cabeza libre. Los brazos amarrados en la espalda, las piernas amarradas desde los tobillos hasta las rodillas la cuerda le dan la vuelta. Un cinturón ancho de cuero le ataba la cadera a la silla, le llamaron la atención al general dos cosas: Las argollas sólidas puestas en el respaldo de la silla en donde él había sido amarrado -que de comienzo pensó que eran para pasar la cuerda pero no fue así- la otra que no había más personas en la casa ¡Sólo el encapuchado! Don Fernando tomó una silla la colocó de frente del general quedando al mismo nivel, pero antes ya había servido dos copas de vino tinto, tomó en sus manos un trozo de jamón serrano o eso parecía, se acomodó le dio un gran sorbo a su copa mordió su vianda y aún con el bocado masticando le dijo:
-¿Qué quieres saber del pinche oro? ¡Ese que te tiene loco! Que no te deja dormir, que te preguntas cada noche ¿Por qué tan colosal cantidad? – El general solo escuchaba ¡Pero no se amedrentaba! -¡Te involucraste con personas que no podrás reconocer quien manda, desde dónde viene y a quienes le servimos!- continuó Don Fernando -Durante siglos hemos ayudado mi familia y la de mi esposa a pagar guerras, mantener ejércitos dar con la historia al traste, una historia en donde pagan los que la ganan, la escriben los que no quieren que sepan que hubo niñas y niños muertos y abusados, ancianos muertos y antropofagia ¡Nadie quiere saber en la historia que hubo errores espantosos en donde ejércitos enteros mataron a pueblos en donde solo vivían ancianas y mujeres! Como aquí ¡Todos los que lucharon este estúpido sitio no eran de estos lugares! ¿Porqué escogieron los dos ejércitos Querétaro? Porque seguro sabían del oro ¿Sospechaban? Estoy seguro que sí – continuaba mientras comía más viandas- ¡La muerte es hoy como siempre un negocio rentable! ¿Sabía usted mi general que hubo guerras inventadas para lograr que se vendiera a mejor costo las balas de cañón, fusiles y pólvora? La guerra es un negocio lo será por siglos más venideros, pero lo que la mayoría de las personas no saben es que el poder se da desde la propia moneda dorada ¡Quien tiene el oro tiene el poder! – mientras le mostraba una moneda de cincuenta gramos de oro sin cruz ni cara, solo grabada del filo.
Finalizó la clase de Don Fernando, el general le escuchaba y atento fijaba la vista en los vitroleros que tenían las cabezas de sus anteriores amigos. Don Fernando se dio cuenta, le dijo de nuevo:
-¡Estos ilusos los enviaste a encontrar el oro! Destrozaron mi pierna, me la rompieron y probablemente la voy a perder por la gangrena ¡Hombres obedientes! Ganste el sitio ¡Serás un héroe general! La historia te coronará tus sienes con vides y olivos, te harán esculturas y grandes palacios llevarán tu nombre, pero al final igual que todos nosotros, serás echado a una carreta que te llevará para ser enterrado ¡Habrá otros héroes! Se gritarán mil vítores por sus hazañas y les irá igual que a ti y a mí ¡Tendrán el final que todos vamos a tener! porque acumular el oro no es el negocio, ello radica en prestarlo y cobrar los intereses eso enriquece, tenerlo no sirve de nada si no se le saca provecho.
-¡Las batallas también pueden cambiar la historia! – le respodió el general Escobedo que ya no sentía las piernas de lo entumecido de forzarse al amarre.
– ¡Seguro es mi general! Pero ¿Quién se resiste a un cofre de miles de monedas de oro para obtener a costa de su uso el poder? Quien como yo y mi familia que vivimos de lo que se puede hacer con el oro ¿Puede usted salvar una epidemia con el oro? No, ¿Puede usted amigo mio revivir a un muerto con todo el oro? No, ¿Qué cambiaría de su vida mi general si yo le diera tres cofres de oro a cambio de la libertad de mi señora Doña Andrea? O acaso ¿Usted ahora es más valioso que el propio oro? ¿Que diría el presidente Benito Juárez de saber que lo tengo raptado y a punto de enviarle su cabeza en un vitrolero?
Continuará…