La primera escena de este drama se desarrolla en la sede misma del poder. En el Palacio Nacional.
Una mujer periodista se planta frente al presidente de la República, cuya puerta se abre cada mañana para llevar la reiteración cotidiana de su ideario y su catequesis, al país entero. Ágora y púlpito presidencial al mismo tiempo. Vitrina de control de precios; arena para desmentidos de prensa, foro de serenatas, mañanitas y pirotécnica verbal; estanquillo para solicitudes de atención, camuflaje de la presión a grupos reacios, queja y denuesto lambiscón contra los pocos adversarios al régimen.
Todo eso.
La mujer le dice al presidente: temo por mi vida.
Y ella escucha una voz entonada entre la displicencia, la paciencia de cada mañana y la indiferencia ante cualquier circunstancia fuera de su proyecto o su interés.
La voz da instrucciones a pesar de la naturaleza de la queja: la mujer plantea una injusticia laboral (los tribunales le darán tiempo después la razón) cometida en su agravio por una empresa propiedad del hombre a quien el presidente le entregó una candidatura invencible.
El empresario es altanero, grosero y soberbio. Pero además es muy rico, tanto como para financiar o colaborar con el partido por el cual detentó el gobierno de Baja California, hasta con un intento fracasado por extender su mandato legal. Una ambición ilimitada, tanto como su desvergüenza.
Pero por encima de todo es amigo del presidente.
La siguiente escena es en Baja California. Meses después la mujer gana el litigio laboral. Se le designa para intervenir la empresa. El ex gobernador ni siquiera se digna a recibir la documentación. Monta en furia.
Días después la –escena tercera–, la mujer es asesinada en la ciudad de Tijuana, donde días antes habían matado a otro periodista. Con ellos ya se acerca a los 50 el número de informadores de diferentes características, durante este gobierno cuyos funcionarios de los Derechos Humanos sin rubor confiesan: solo se procesa uno de cada diez casos de esta naturaleza.
Eso supera a los crímenes.
Una escena más es la gran queja. Periodistas en todo el país alzan la voz en la calle. No bastan los espacios profesionales. No son suficientes las planas ni los micrófonos; las cámaras de televisión; los blogs o las redes sociales.
La calle, el último recurso de la desesperación, el alarido doloroso, grito, el clamor y después, otra vez la indiferencia, las promesas, los recurrentes boletines informativos sin información; llegaremosalasúltimas consecuenciasseabatirásobrelosresponsablestodoelpesodelaley. Nada.La ley etérea, ingrávida, la ley inconsistente e inexistente en decenas de casos de esta naturaleza.
Tiempo de zopilotes, explica el presidente quien se queja a su vez de cómo sus adversarios los nostálgicos de la corrupción y bla, bla, bla, aprovechan estos hechos, para golpear a su bienhechora administración, a su transformación de la patria, etc., etc., como si se tratara de niños tirados a la basura,
La siguiente escena es, de nuevo, el pulpito presidencial. Nada logró la mujer asesinada con llevar su sospecha y su miedo, Nada impidió el artero atentado al llegar a su casa, excepto quizá la última certeza de morir con todo y el ridículo mecanismo de protección a periodistas. Ya se lo temía, pero el presidente aconseja calma, pide no relacionar las cosas cuya relación se exhibe con el insobornable lenguaje de los hechos.
No caigamos en la politiquería. Tampoco pidamos seguridad, mucho menos justicia, eso es cosa de inmunda grillería de pasquines huérfanos de chayote.
Sólo falta decir, merecido se lo tienen.
Mejor deberían unirse al coro territorial de Anita Vilchis, y cantar con ella, henchidos de moreno entusiasmo, las loas a la libertad de expresión consagrada por la Constitución y garantizada, alentada, respetada, protegida y enaltecida por el Supremo Gobierno, cada y cuando se presta la ocasión.
Año consagrado a Flores Magón y su “Regeneración”. Bonita canción. última escena.