La ley es igual para todos; esos son nuestros reglamentos y como son nuestro son de todos y para todos. Y no hay excepciones.
En verdad estas son pocas palabras. Pero tampoco hace falta mucho más para negarle a un activista de la anti vacunación la entrada a un país cuya firmeza en el control sanitario le ha permitido el más bajo nivel mundial de contagios.
La ley dice, sin vacuna no hay ingreso a Australia; poco vale llamarse Djokovic o ser nieto de Jorge Alcocer, mejor conocido como #doctorub. Sin vacuna no hay entrada. Punto.
Claro, y en favor de la ley, las normas tienen excepciones. Pero ninguna de las cuatro previstas por los reglamentos australianos para no aplicarse la vacuna (alergias, contraindicaciones, rechazos y otras), pero ninguna se aplica cuando la reticencia proviene de la arrogancia; la conducta altiva, petulante y exclusivista de un caballero del tenis, el mejor del mundo para más señas, quien dice yo no me vacuno porque no se me da la gana, porque tengo un criterio propio, una creencia particular.
Y muy su gusto, pero cumplir con tu regla no es cumplir con la regla nacional de un país extranjero.
Y como dice en un espléndido artículo del diario “The Age” de Melbourne el ex director del torneo “Abierto de Australia” (1995-2006), Paul Mc Namee, “Djokovic tira los dados, pero no hace las reglas”.
Así de sencillo.
Este rigor, explicado con sencillez por el primer ministro, Scott Morrison puede parecerle extraño a cualquiera, menos a quien conozca Australia. Va de cuento.
Hacer una veintena de años fui invitado a un recorrido periodístico por la enorme isla. O mejor dicho las islas, porque también estuve en Tasmania donde pude entrevistar al demonio. Pero eso es asunto aparte.
Una noche después del trabajo miraba la televisión.
Una llamada vecinal en un barrio periférico de Melbourne, había denunciado un caso de violencia doméstica al parecer grave. Los rijosos, un hombre y una mujer, eran una de las miles de parejas de inmigrantes chinos desprendidos de Hong Kong en los años finales de la dominación británica.
Una patrulla llegó a la casa. Al momento de cruzar por la acera rumbo a un jardín frontal, la mujer policía vio salir corriendo de la casa a un hombre. Tenía sangre en la camisa y miedo en las piernas.
Instantes después, en absoluto descontrol emocional, una mujer apareció en el dintel de la casa. Llevaba dos cuchillos de cocina, uno en cada mano.
La policía se acercó. Con firmeza le dijo, suelte esas armas. La mujer no hizo caso y siguió con una alharaca aguda, chillona e incompresible, maldiciendo en mandarín o cantonés.
–Tire esas armas, dijo la agente por segunda ocasión.
La furibunda mujer se le enfrentó y olvidándose del fugitivo, dio dos pasos hacia la policía sin soltar los cuchillos.
–Por última vez, tire esas armas, le dijo con voz imperativa y fuerte.
Después, se oyó un disparo. Con los cuchillos aun en las manos, la mujer furiosa cayó muerta en el césped.
Se acabó la resistencia armada a la autoridad. La policía fue investigada, se revisaron los videos tomados desde la patrulla por su compañero, quien no intervino para nada (“no era necesario”; diría tiempo después) y la agente fue reconocida por haber cumplido su deber a pesar de las consecuencias emocionales de hacerlo al costo de una vida humana.
Muchos se preguntaban si su reacción habría sido igual si la pareja en conflicto hubiera sido de australianos blancos y no inmigrantes. Quién sabe. Tampoco se sabe si esa agente entrenó al grupo “Atenea” de la ciudad de México.
Ahora el vividor Srdjan Djokovic quien trabaja de papito del genio del tenis, (es una especie de Luisito Rey pero con bolsa de raquetas), convierte la rabieta rebelde de su niño (ni tan niño), en una cruzada serbia por la libertad y envuelve al crío en la bandera de la libertad y lo compara no con Rod Laver o cualquiera de esos deportistas maravillosos, sino con el mismísimo señor Jesucristo y grita a los cuatro vientos cómo quieren crucificar la materia prima del mejor negocio de su vida.
Y eso de comparar a Djokovic con Jesucristo, no se le habría ocurrido ni al padre Solalinde en sus excesos de vino de consagrar.
Pero las excepciones existen. Lo malo es cuando todo un país es una excepción.
Hace unos días, cuando el alma nacional se sentía herida por el vandalismo destructor y blasfemo de quienes actuaron contra la estatua pétrea de nuestro señor presidente en Atalcomulco, estado de México, se daba por concluido un juicio contra cuatro jóvenes cuya indignación por el racismo en Estados Unidos y otras partes del mundo no halló mejor forma de expresión sino echar al agua la figura de bronce de Edward Colson, un célebre negrero del Imperio Británico.
Esto se publicó hace unas horas:
“(EFE).- Cuatro activistas fueron absueltos del cargo de ocasionar “daños criminales” por haber derribado y tirado a un río la estatua del comerciante de esclavos del siglo XVII Edward Colston en la ciudad de Bristol (Inglaterra).
“La estatua de bronce fue echada abajo durante una manifestación del movimiento Black Lives Matter el 7 de junio de 2020, antes de ser arrojada al agua.
“Aunque en los incidentes participaron muchas personas, solo cuatro afrontaron un proceso judicial: Rhian Graham, de 30 años, Milo Ponsford, de 26, y Sage Willoughby, de 22, quienes fueron grabados por cámaras de seguridad poniendo cuerdas alrededor de la estatua que luego se emplearon para derribarla. Y un cuarto individuo, Jake Skuse, de 33 años, fue acusado de orquestar el plan para arrojarla al río.
“Tras tres horas de deliberación y dos semanas y media de proceso judicial, un jurado de la Corte de Magistrados de Bristol absolvió a los cuatro manifestantes, que expresaron su alivio ante las cámaras reiterando que “Colston no representa” a esa ciudad.