Capítulo III
Doña Andrea
Doña Andrea Duque de las Casas no es propiamente queretana, es una criolla nacida en la Ciudad de los Ángeles —aquella cercana a Cholula— en donde su familia decidió capitalizar cualquier idea que fuera quitar del poder a los peninsulares, sin rencores ni celos, simplemente encontrar quien desea levantarse en armas y de todo corazón, se encargan de los préstamos necesarios para que la insurgencia tenga poder económico para tomar decisiones y si esa decisión es solicitar un préstamo a su propia familia ¡Es la mejor disposición!
¿Es caso de creer que un movimiento de insurgencia no tiene costo alguno? Cada soldado requiere un sueldo, de lo contrario se vuelve mercenario.
Ciudad de los Ángeles, casona de los Torres de Rada 1850.
Cuatro corceles de vigoroso brío, un carretero experto con escoltas armados ¡Diestros en sus artes! salen del delgado callejón que da a la parte detrás de la casona de la familia de Andrea, una avenida de brillantes piedras mojadas y banquetas altas para emparejar los escalones de las diligencias, las farolas de luces tintineantes les dan la custodia de un viaje que les cambiará la vida, Andrea de los Torres de Rada y su hermana Lucilda toman destino ¡La familia ha sido amenazada de muerte! Tienen precio sus cabezas, en toda la región el padre es buscado por traición ¡Ha sido descubierto que él ha financiado los levantamientos en armas de la región y que su precio será el cadalso!
¡Los perros ladran y daban cuenta que ya sale el carruaje!
—¡No paren! — les indicó el Padre de Andrea, mientras el bridón da giros en su propio eje, es la última imagen que tienen las doncellas de él. Monta un elegante caballo árabe café brillante, de marcas claras y destellos luceros, oscuros ojos negros y una musculatura poco vista en animales de esta raza, en lo que su montura daba vueltas ¡Nervioso el animal! No dejaba de moverse ¡Bufaba! Está presto para dar la arrancada, se contienen ambos ¡Jinete y bestia!
—¡Escuchen! Diríjanse por los lugares más concurridos ¡Por ningún motivo se separen de ellas! Lo que les digan que hagan ¡Hacedlo! ¿Comprenden? —les gritaba ¡Enfurecido por los nervios! — Ellas se saben cuidar — continuaba con las órdenes — ¡Ustedes solo acompáñelas! Si algún cabrón se atraviesa no averigüen ¡Mátenlo! — fue la última indicación antes de chascar los látigos.
¡Ya el carruaje va en camino a todo el galope de los animales! a lo lejos se escucha la última orden del padre:
—¡Ellas saben qué hacer cuando alguien quiere hacerles daño!
¡Dieron a toda la fuerza! ¡La carroza casi no tocaba el lustroso empedrado! Los caballos tronaban como cañones sus herraduras al chocar con su peso contra el suelo.
—¡No paréis! — Se escuchaba aun a lo lejos aún al Padre de Andrea y Lucilda.
Cuatro corceles bávaros color de noche platinados por la luna, dan figuras como de espectro, herederos de una estirpe de caballos traídos por los franceses ¡El padre de Andrea mejoró la raza! Crio cuatro ángeles del diablo ¡Amaestrados! Educados a golpe de látigo latigazos alambre de porte ¡Estos corceles te pueden matar de un cos en un descuido! ¡Fuertes y rápidos! Cumplían aún en la lluvia, seguros ¡Y nunca! —eso aseguraba el Padre de Andrea — ¡Jamás tiran al jinete!
Andrea y su Lucilda son diestros jinetes y bien adaptadas a estos ejemplares, sabían hasta donde castigar el paso a sus animales, pero aquella vez era especial, si no salían de Puebla a toda velocidad corren el riesgo de ser raptadas por los servicios de inteligencia norteamericanos, famosos agentes, tiranos, antes de invadir cualquier país, se encargan de apresar, raptar e investigar con juicio de tortura, a todas aquellas personas que interfieren en sus planes.
Toman hijas, esposas, madres o parientes —solo mujeres — para evitar que las familias apoyen causas contrarias a ellos, los mismos norteamericanos que pagaron parte de la independencia y que estaban atentos a los sucesos de las coronas europeas, tanto a las fuerzas armadas contrarias, como ya tantos años desde la independencia, la familia de Andrea lo había venido haciendo, inclusive desde la expulsión de los jesuitas, allá por 1776.
¡Terror! le decían algunos, a este modo de operar de los norteamericanos.
Así estuvieron por largo tiempo ¡A todo galope en el carruaje! Andrea y su hermana Lucilda, solo se tomaban de las manos y a la vez de las empuñaduras del carruaje, que especialmente su Padre habría hecho poner para cuando tuvieran que salir así de prisa ¡A esa velocidad todo se sacude! Salta y vibra con fuerza ¡Un largo rato a toda velocidad!… de repente gritó Andrea:
—¡Es suficiente!… ¡Ya para!
El cochero paró suavemente debido a que la velocidad a la que iba ¡Si hubiera frenado de improvisto era probable se volcaran! El camino no era propicio para frenar, la tierra, algunas piedras y parte del pasto, podría traerles consecuencias graves si lo hacían de improvisto.
—¡Dije que pare! ¿No escucha! – se molesta la doncella.
Una vez en paro total Andrea se bajó del carruaje, vio la distancia y prontamente con una pequeña daga, que sacó de entre sus ropas, marco uno de los árboles que estaban de frente al camino, puso la seña de un compás y una escuadra ¡No costó trabajo hacerlo! pareciera costumbre aquello, diestra en la talla de cortezas de árboles con una daga.
Uno de los escoltas milicianos simplemente observó, sacó de entre su chaquetilla un cuadernillo tomó su lápiz —que al salivarlo se hacía tinta— escribió unas notas y lo guardó. El otro escolta que lo acompañaba, le miró, quitó los ojos de él, vio hacia el horizonte y exclamó:
—¡Fais attention à ce que tu fais, ces gens sont dangereux!
Andrea terminó de colocar los símbolos, contó unos pasos los apuntó en su memoria tomó una rama, como si supiera exactamente que era, la masticó ¡Escupió el bagazo! Acción nada femenil y además de hacerlo delante de sus milicianos le gritó al cochero:
—¡Vamos pedazo de animal! Que no te pagamos para orinar.
Miró al miliciano que anotó en su libreta ¡Subió al carruaje! El cochero prontamente se abrochó su pantalón, pues no había tenido oportunidad de orinar, pero ante las prisas ¡Se alcanzó a manchar de orín! de inmediato se subió a su lugar, tomo las riendas, dio los latigazos ¡Arrancó a la misma velocidad de como salieron de la ciudad de los Ángeles!
—¡Sin parar! – gritó Andrea —¡Hasta que yo te lo indique! — se tomó de la mano de Lucilda, se cogieron fuertemente de los manubrios que habían sido colocados en el interior ¡Soportaron la estampida veloz!
Pasado algunas horas de camino Andrea sacó un rifle Henry fusil de palanca uno de repetición que su padre, no solo le había comprado, sino que a escondidas de su madre le había enseñado a utilizar hábilmente Lucilda ni se espantó ¡Ella también era diestra en el tiro! Un poco nerviosa, pero sabía disparar muy bien ¡La velocidad del carruaje es cada vez mayor! Se sabe Andrea que, si no lo hacía ahora, podían volcarse ¡Los caballos desconocían la rienda y el camino!
¡El cochero hace varias varas de camino que había caído muerto no había quien guiara el carruaje!
Los escoltas cuidan a los caballos por los costados haciendo rienda de acompañamiento, como las carreras romanas del circo ¡Se escuchan chasquidos de látigo! Cuando tocan el piso los látigos salen chispas y destellos ¡La velocidad sigue! No hay forma de parar el carruaje. Andrea sacó con demasiado movimiento parte del cañón por la ventana de nueva cuenta, para que no la delatara el brillo ¡Apuntó a aquellos ojos azules de bigote rubio!… ¡Disparó!
El jinete calló de bulto… ¡Se perdía un escolta!
Los otros tres jinetes, confundidos, no sabían de donde había salido el disparo. Andrea volvió a cargar el cartucho, sacando y metiendo el pontet de nuevo… ¡Apuntó! Respiró ¡Tiro del gatillo! El mismo escolta que acusaba fue el siguiente en morir ¡Un disparo en medio de la nuca! Le destrozo la cabeza partiéndosela en dos ¡Como una manzana! Los otros dos se replegaron y dejaron el carruaje sin control al destino del infernal camino que habían tomado ¡Vienen a tumbo y con el peligro de volcar las dos doncellas!
Aún a esa velocidad ambas salieron del carruaje por las pequeñas puertas caminando por la parte externa del carro ¡Las ramas y las hojas calan como navajas sus brazos y sus piernas! siguieron los barandales y lograron tomar la rienda, no sin antes haber tenido rotos los vestidos y parte de una de las botas de Andrea.
¡Andrea y Lucilda tomaron la rienda del carruaje! trataban de someter a las bestias ¡Los caballos enfurecidos no reconocen las voces! el estruendo de los tiros, muertos, un camino nuevo, ¡Todo es diferente y les perturba!
—¡So partida de bellacos! – dijo Andrea. El esfuerzo era demasiado para las finas manos de las jovencitas, los animales, tratando de comprender la indicación y sin más rienda que la viga y el tesador van disminuyendo la carrera, calmándose y llenando sus pulmones de aire, en la medida que lo lograban van obedeciendo la orden.
¡Por fin pararon! Los animales bufan, sudan y respiraban agitadamente, como si se les fuera a salir el corazón ¡Nerviosos! De inmediato Andrea bajó del carruaje con su hermana detrás de ella al voltear ¡Aun puede ver el brillo de los botones dorados de uno de los escoltas que les habían traicionado matando al cochero y dejándolas a la deriva! Era seguro que las cabezas de las jóvenes tienen precio y ellos solo dejaban que Andrea y Lucilda murieran en el agitado carruaje, para después cobrar la recompensa.
—¡Ahora sí te cargo la chingada! — Tomó dentro del carruaje el parque y cargó nuevamente el rifle ¡Se hincó! ¡Apuntó, respiró! y jaló del gatillo, a lo lejos se escuchó el golpe y cuando cayó ¡Al sentir el disparo que le tronó la clavícula el soldado que anteriormente escoltaba a las jovencitas y que había participado en el accidente! —seguramente para satisfacer a los norteamericanos— se desplomó ¡Ni un suspiro tuvo tiempo de tomar!
¡El galope del último escolta se escuchó que salió despavorido! el temor le invadió y supo de lo diestras que eran estas mujeres con las armas, Andrea regresó corriendo al carruaje le pidió a su hermana que se quitaran lo que traían puesto y se vistieran con ropa de hombre.
—¡Tal como lo había previsto Papá! Debemos tomar camino, es peligroso quedarnos aquí — Las dos con ropas de varones, ataviadas como simples cocheros, subieron al carruaje. No sin antes revisar a los caballos. Ya su padre les había dicho a ambas que cuando uno dispara algunas partes del proyectil lastiman a los animales ¡En ocasiones no se nota! Porque son heridas superficiales pero que si no se daba uno cuenta, la herida se infectaba y podía causar que el animal muriera días después. Andrea tomó su mano y pasó por todo el cuerpo de cada caballo con cuidado, paciencia y escuchando claramente, si no se acercaba en acecho el otro escolta.
Es de noche, la luna marca el camino, los senderos amarillos de día en la oscuridad parecen de plata, debe haber algún arroyo cercano ¡Se escucha el agua!
¡Lucilda esta lista! Andrea antes de subir regó con petróleo de las lámparas, prendió fuego con ramas que encontró, echó los vestidos, zapatos y peinetas que traían puestos, ¡Todo aquello que recordara que eran mujeres!
Continuará…