Después de las muchas felicitaciones, casi todas ellas inmerecidas por la profecía publicada aquí, de cómo no podrán las puertas del infierno nada contra la herencia del señor presidente, incrustada ya en el alma y el corazón de nuestro pueblo siempre devoto, respetuoso y fiel al gran líder moral de nuestra patria, cuyas estatuas nada valen en la historia transformada de México, valdría la pena recordar algunos episodios un tanto macabros de la historia y su relación con los monumentos casi siempre funerarios o su opuesto, la ruin exhibición punitiva de cabezas cortadas como se usaron las de nuestros libertadores en la Alhóndiga de Granaditas hace ya muchos años.
Después vendrían hasta nuestros días, las ostentosas muestras de “osteolatría” (devoción por los sacros huesos; no el hueso sacro, siempre mejor si viene forrado de carnita), aún presentes en la Columna a la Independencia.
La más literaria de todas ellas, porque revela y fija la perpetua condición mexicana tan propicia al ridículo, es sin duda, el funeral y exhumación de la pierna de Santa Anna, conocida popularmente como “el zancarrón”.
El pueblo (o quien en nombre suyo lo haya decidido; es decir, él mismo), ordenó honores funerarios a la heroica extremidad, con lo cual Don Antonio quedaba trípode, es decir, nada más con tres patas, como banco de restirador.
Pero cuando los vientos cambiaron de rumbo, el populacho (o quien en su nombre actuara), exhumó al gloriosa zanca y la emprendió en su contra, entre la gritería de befa grotesca a arrastrarla tirar de ella, hacerla jirones podridos y cenicientos, en repudio no a la ya dicha extremidad sino a su legítimo dueño, el señor generalísimo, serenísima alteza y todo lo demás.
Pero eso en cuanto a partes humanas se refiere, como la cabeza perdida de Pancho Villa o la testa extraviada de la estatua de Don Andrés Manuel en Atlacomulco.
–¿Quién se habrá quedado con ella, con esa fina obra e canteros, yeseros y artesanos mexiquenses? ¿Y para qué? Nadie lo sabe todavía aunque la alcaldesa Marisol Arias, hable como es habitual de una investigación y el ex presidente municipal, Roberto Téllez (mejor conocido como “El lambiscón trascendente”, promotor del pétreo homenaje, se rasgue el jorongo, vierta ceniza sobre su cabeza y se lamente del vandalismo de los enemigos de la patria, sobre todo porque la pieza fue financiada con dinero suyo de su propio y exclusivo bolsillo generoso, no se vaya a pensar en distracción de fondos públicos…
La verdad este número es digno de la tragicomedia nacional cuyos mejores momentos se le deben a la Cuarta Transformación y sus consecuencias. Algo tan grotesco como cuando derribaron el bronce de Vicente Fox en Boca del Río y el entonces gobernador, Fidel Herrera, propuso reponer la estatua y colocar en el ojo una cámara de TV conectada a un circuito de vigilancia, y advertir así, quien pudiera acercarse con afán dañino contra el monumento playero al abajeño glorioso.
No quiero imaginar el destino de la calle o el jardín llamado Hugo López Gatel, en la colonia Doctores, cuya gestión ya nos acerca a los 300 mil muertos oficialmente y otros tantos en la contabilidad paralela. Lo van a usar como urinario de perros.
Tampoco podemos olvidarnos cómo las colectivas y los colectivos, indigenistas e indigenistos celebraron con júbilo consagratorio el abatimiento de Don Cristóbal Colón de su pedestal en Reforma. Tampoco hace falta recordar a los gringos afroamericanos en rechazo a los esclavistas del ejército confederado del sur, quienes como Albert Pike, promovieron la servidumbre humana y negaron la libertad de los africanos transterrados.
Eso es más comprensible. Lo extraño fue cuando aquí en Polanco, le arrancaron la cabeza de don Abraham Lincoln o pintarrajearon a los libertadores americanos, Fidel Castro y Ernesto Guevara y por dos veces tumbaron a Miguel Alemán de la Ciudad Universitaria.
No se les da gusto, carajo.