“…todo ciudadano pensante posiblemente sabe que el derecho de detención es uno de los poderes más peligrosos que una sociedad puede conferir a un individuo.
“Es una facultad de tan enormes consecuencias, que requiere la mayor cautela en las situaciones que comprometan a la gente. Es lamentable que un ciudadano particular sea un sinvergüenza; pero que un agente de policía sea un villano, es una aberración.
“En teoría la primera función del gobierno es poner el control en manos de hombres honrados y frustrar lo más posible las ambiciones de los delincuentes. Pero cuando el gobierno pone el poder en manos de un delincuente, quebranta –por supuesto– ese principio y lo convierte en absurdo…”
Así, con ese sencillez y profundidad, describía los abusos policiales el gran escritor americano, Stephen Crane, a quien Paul Auster resucita y recupera del olvido, hasta ensalzarlo como uno de los más grandes periodistas y narradores de todos los tiempos. O por lo menos de los tiempos americanos.
Obviamente me refiero al monumental ensayo (mil 33 páginas) con el cual Auster recaba hasta el mínimo detalle la vida y la obra Crane descrita como “una llama inmortal”, como esas flamas eternas en los monumentos de los héroes patrios.
Pero no dedicaré estas líneas al análisis del libro ya mencionado ni a su reseña. Lo notable es haber leído las líneas iniciales de esta columna, exactamente cuando los noticiarios y las páginas de los periódicos nos daban cuenta de la más notable fechoría del gobernador de Veracruz, Cuitláhuac (viva la etimología) García, quien a cambio de su felonía abusiva, cometida desde el poder con el encarcelamiento de Juan Manuel del Rio Virgen, secretario técnico de la Junta de Coordinación Política del Senado, exhibió la condición moral no sólo de su gobierno, sino del movimiento político sobre el cual se sostiene. Después de su arbitrariedad ha recibido toda clase de críticas y también la alabanza de quien lo entronizó en la silla veracruzana.
Pero la lectura de los párrafos iniciales me hizo recordar a otro periodista quien describe con un espanto no velado por los años, otra escena de abuso.
“… son varios. Unos del Ejército Rojo y otros de paisano. Entran de una manera tan impetuosa y a tal velocidad que parece que los viniera siguiendo una manada de lobos hambrientos. Desde el primer instante nos apuntan sus fusiles. Estamos muertos de miedo. ¿Y si disparan? ¿Y si matan a alguno? Es una sensación muy desagradable contemplar un hombre muerto. Como también lo es ver un caballo muerto. Se le eriza a uno la piel.
“Los que nos apuntan con sus fusiles permanecen quietos, no se les mueve ni un sólo músculo. Mientras, los otros sacan y tiran todo al suelo. Los vestidos, los gorros, nuestros juguetes. Los zapatos, los trajes de padre. Vacían los armarios, el aparador; arrancan las ropas de las camas y vuelcan los colchones…”
Obviamente estas escenas corresponden al sojuzgamiento de Polonia por los soldados rusos. Las circunstancias eran distintas, pero en el fondo hay una constante: el poder ilimitado, el uso voluntario de la fuerza sin ningún obstáculo, como se relata en toda la literatura bélica.
Pero si no se admite ni siquiera en la elástica conducta de la batalla y el botín de guerra; la rapiña y el rapto de mujeres entre los vencidos, mucho menos se tolera en condiciones de paz y democracia.
Pero en las condiciones actuales, la polarización nacional, promovida ya se sabe desde dónde y por quién, es un preludio de abuso crónico del poder.
Las persecuciones (policiales o fiscales), los encarcelamientos al estilo Rosario Robles, la venganza, la sevicia de quien tiene toda la fuerza contra quien no tiene ninguna, crea una circunstancia peligrosa para todos.
A final de cuentas la historia nos lo enseña: los carniceros de hoy serán las reses de mañana.