Es cierto, la revocación del mandato presidencial existe en la Constitución como una forma de rectificación ejecutiva dispuesta por una ciudadanía inconforme. Pero eso es en la teoría.
En la práctica actual se trata de un desplante propagandístico del presidente, quien necesita para su catálogo de distinciones históricas, ufanarse de haber sido el primer presidente en someterse a un ejercicio de esta naturaleza –aportado por él, además–, y salir triunfante. Es parte de su ambición por la trascendencia.
La remoción de un presidente de la República, a través de un ejercicio electoral de revocación, supone la respuesta popular ante la pérdida de confianza. Y ese supuesto hoy; en una colectividad mayoritaria y jubilosamente afectada por el síndrome de Estocolmo, no se cumple.
¿Y si al presidente no se le ha perdido la confianza, cuál es el sentido entonces de una convocatoria al aborto de su gestión?
La vanidad. La innecesaria vanidad de presumir un resultado favorable con el cual pueda acentuar sus ideas y radicalizar su gobierno, sin oportunidad para la crítica. Si en los primeros años la respuesta ante toda divergencia era la misma: me respaldan 30 millones de votos, en lo futuro la respuesta tendrá un añadido: y una ratificación del mandato.
El pueblo pone, el pueblo quita y el pueblo consagra, ratifica y sostiene. El pueblo está conmigo.
Eso ya lo sabemos. Nadie lo ha puesto en duda.
Sin embargo, para realizar este referéndum se deben cubrir ciertos requisitos legales. Y eso les estorba a las urgencias políticas.
La ley obliga al INE a organizar esta consulta con la misma capacidad de las elecciones presidenciales previas. Y eso cuesta lo mismo. Se necesita la misma cantidad de personas y de casillas. No se trata de simular una boda en la kermesse del pueblo. Se debe hacer con apego a las normas, aunque se pase por alto la convocatoria.
No es un plebiscito natural ni espontáneo. Es una perla cultivada.
Lo generó el presidente y lo está fomentando su partido. Para eso tienen a Mario Delgado y a todos los funcionarios del gobierno, quienes en coro se han alzado en contra del INE, cuya osadía de pedir presupuesto para hacer el trabajo demandado, se llama traición a la democracia.
Esta colisión entre el gobierno y el INE tiene hasta ribetes de comicidad. Le mutilan el presupuesto y luego lo acusan de contar chiles, cuando el “cuentachilismo” presentado como “austeridad republicana” es la divisa de esta administración cuya pobreza franciscana exhibe en parte el origen de sus pésimos resultados en tantas áreas.
Entonces el INE va con la Corte y le pide intervención. La Suprema se hace de lado y dice, ¿cómo me pides apremiar a la otra parte para una consulta inexistente?
— Cuando la consulta se deba hacer, una vez solicitada por casi tres millones de convocados reales, entonces veremos si en verdad necesitas organizarla. Y le pega una revolera al asunto. Pronto se lucirá en un quite por Chicuelinas.
Mientras, el INE hace suyo el argumento de la Corte: ¡Ah!, bueno, pues cuando una vez comprobada la exigencia de la consulta y la validez de los peticionarios y el asunto de los dineros, entonces la hago. Mientras, pido un plazo.
Y el aplazamiento enciende todas las condenas para empujar a los herejes de la democracia participativa al fuego punitivo de la historia de las traiciones nacionales.
–Juicio político a Lorenzo y sus secuaces, especialmente a Ciro.
Y todos salen por los senderos de la nación en busca de leña para la pira. Pero eso no es lo peor, lo peor está por venir.
El futuro del INE supera en negrura las posibilidades del guajolote en el corral un 22 de diciembre o un toro en los chiqueros de la México el 5 de febrero.
Los matarifes afilan los cuchillos.