A mis hermanas, María Luisa,
Bertha y Aída
Sepia es el color de los recuerdos y de las fotos que guardamos en cajas en que nos regalaron galletas o chocolates. A casi un mes del aniversario de la Revolución Mexicana, recuerdo aquellas postales de cuando mis hermanas y yo regresábamos del colegio, con apenas 8 o 10 años; atravesábamos el Paseo Bolívar en Chihuahua y subíamos por la calle donde se encuentra la Quinta Luz, entonces, la casa de Pancho Villa. No siempre salía de sus habitaciones, pero muchas ocasiones nos tocó escuchar a doña Luz Corral de Villa platicar con visitantes del museo dedicado a su marido; muchos de ellos eran norteamericanos y ella platicaba su historia en inglés. Era una mujer con más de 70 años entonces, obesa y muy blanca, su cabello canoso lo dejaba caer cuan largo era; ocasionalmente sacaba de la bolsa de su suéter algún dulce o chocolates gringos, con lo que nos premiaba pese a que patinábamos por los limpios corredores y patios de su soleada casa. Entonces la escuché decir que los Dorados de Villa, su guardia personal, vivían en la parte trasera de la casa como efectivamente se podía observar, en un edificio que parecía un hotel, en los patios finales de aquella hermosa casa porfiriana que Pancho, cuando gobernador en otro tiempo, le habría expropiado o comprado, reivindicando al bandolero, a algún chihuahuense ricachón, como era su modo contra quienes guardaba conocido rencor.
En el patio principal de la casona se resguardaba el auto en el que había sido asesinado a mansalva aquel revolucionario cuyo sueño de organizar una comunidad agrícola llevaba a cabo en Parral, en tiempo de su aciago final. Sus elegantes trajes e indumentaria conocidos, eran expuestos en vitrinas impecables y daban cuenta de la talla y estatura magnífica del centauro. Las conversaciones de doña Luz con los visitantes denotaban aún gran afecto y admiración por su marido.
Luz Corral habitaba la casa acompañada por parientes cercanos y ayudantes. Se asumía como la única legítima esposa de Villa, aunque públicamente en el ambiente de Chihuahua, se reconocía a Austreberta Rentería como la esposa legal. Algunos descendientes eran conocidos en el medio de la capital chihuahuense como Hipólito, hijo de esta última y muriera asesinado en la década de los sesenta sin aclararse nunca el móvil. Entonces era yo una mocosa que de haber sabido que tocaba la historia de mi terruño habría platicado más con aquella señora de ojos claros y voz atronadora.
Doña Luz no fue la única gente de la época revolucionaria que conocí entonces. Muchos ancianos y gente mayor que transitaban por nuestra infancia habían vivido el hambre y las necesidades de la guerra; se habían hecho durante la revolución; no era fácil hablar con ellos; eran secos, adustos, no gustaban de hablar de lo que habían vivido, seguramente, la violencia había puesto un candado en sus bocas; enfrentamientos por el reparto agrario habían producido gente como Nacho Acosta, quien a mediados de la década de los sesenta, con un cigarrillo sin filtro en los labios podía, si se le daba gana, narrar a cuenta gotas, cómo había sometido, desde la azotea de su casa y a punta de fusil en Colonia Cárdenas, cerca de Meoqui, Chih., a los agraristas; de su personalidad aunque tranquila, se decía que había repudiado a su primera esposa; se la había devuelto a sus padres, por no cumplir con la virtud que exigían a las mujeres en aquellos tiempos.
Algunas anécdotas las conocí por mi madre, quien a su vez las escuchó de don Isidro Barrera, un ranchero agrarista octogenario de grandes bigotes completamente blancos y con secuelas de mal de Parkinson en su mano derecha, quien había sido testigo de aquella medida punitiva de Villa de cortar una oreja a cada uno de los pasajeros que bajaban del tren en algún lugar del trayecto entre Torreón y Chihuahua, medidas que en múltiples ocasiones pintaron al caudillo como un monstruo de maldad.
No obstante aquella imagen del genral de la División del Norte, mi familia agradeció siempre haber perdonado la vida de mi bisabuelo Alfredo, telegrafista federal de profesión quien, por negarse a enviar un mensaje a la Ciudad de México, sería pasado por las armas por orden del general, de no haber sido por su esposa quien logró conmover al antiguo bandolero pidiéndole que fusilara a todos, junto con su hijito que se había sentado en las rodillas del interlocutor de mi joven bisabuela, quien cargaba en brazos a mi tía Graciela y aún no había concebido a mi abuela. Aquel hombre rudo era movido fácilmente por las mujeres; mi bisabuela tuvo esa suerte.
El escenario revolucionario de Chihuahua se encuentra minado por historias y anécdotas como estas; familias enteras se entregaron a la causa de Madero como a la de Villa; las necesidades en un contexto tan inclemente como el norteño hizo estopa de aquellos vaqueros y peones que habitaron y trabajaron acasillados en las haciendas de Luis Terrazas como la de San Diego, cuyo casco da cuenta de su esplendor decimonónico; anécdotas las hay como aquellas que dicen que en cada cueva cercana al río Nazas, cerca de Torreón, en las inmediaciones de lo que se llamaba Raymundo hace algunos años, ahora desaparecido por las vejaciones ambientales, se puede encontrar alguna de las valijas de oro y billetes que Villa escondió en los cerros la Comarca Lagunera.
Pocos historiadores se refieren a que el 20 de noviembre de 1910, aunque está marcado como “aniv de la rev” -como se lee en los calendarios- no es el inicio de la revolución, sino que, como refiere Arnaldo Córdova en su La Ideología de la Revolución Mexicana, quienes tomaron las armas en enero de 1911 fueron Pascual Orozco, posteriormente enemigo acérrimo de Villa y sus seguidores vaqueros en Chihuahua, y no Madero como se cree, quien publicó su Plan de San Luis en San Antonio Texas, a donde había huido después de escapar de la prisión de San Luis Potosí. Iniciada y consumada por los norteños, no puedo más que reconocer sus méritos y traer al papel la imagen de quienes sufrieron como en cualquier guerra y contaron su historia, su revolución.