En un video, el presidente López Obrador convoca a su tercer informe. Sería en la desolada plaza del zócalo capitalino. A la “invitación” acude la multitud. La fila de autobuses venidos de todos lados, llenan el palacio. No son 125 mil como pregonan sus adeptos. Si acaso 80 u 85 mil. El acarreo. Como en los viejos tiempos. El “informe” es breve, y claro está: autocomplaciente. “Estamos de pie”. Nuestros logros son “irreversibles”. El presidente grita. ¿Cuántos le escuchan? Tal vez unos pocos. Amotinados peligrosamente en su mayoría. Los asistentes permanecen desatentos: conversan, comen. Los aplausos son atronadores pero son pregrabados. Como los de la televisión de tiempos idos. Fuera de ahí, la realidad profiere sus verdades: una economía hundida en la tristeza, una violencia que se expande como un incendio incontrolable, el endeudamiento obligado por la estrechez de los ingresos. 915 mil millones le ha autorizado el Congreso para el año 2022. Pero el presidente se muestra feliz. La plaza pública es lo suyo. Ahí está la escoria política: sus colaboradores cercanos, los políticos que le rinden pleitesía. Y la chusma que poco o nada entiende. Porque carece de educación cívica, porque desconoce la Constitución de la República. Y por ende da por bueno, el monstruoso acuerdo de que cualquier antojo presidencial es un asunto de ‘seguridad nacional’. Así quien manda pone un candado al ejercicio ciudadano de proteger sus garantías individuales. Adiós al amparo, a todo lo que se opone a su santa voluntad. El problema político pasa a ser siquiátrico. El presidente parece haber perdido la razón. Lo que él dicta es la verdad, es la floración radiante de la justicia. Como ha sido siempre en su trayectoria: La quema de los pozos petroleros, los plantones callejeros. “Al diablo las instituciones” es su consigna, la única a la que ha sido fiel. Es su ley. Y pobre de aquél que la desobedezca. La democracia parece vivir su crepúsculo. Nos espera la noche de la dictadura. ¿Por cuánto tiempo? No lo sabemos. Lo único que está vivo es la historia, la que nos enseña que los gobiernos autoritarios acaban invariablemente mal. Por ello, en esta modesta columna, a menudo concluyo: Nada ni nadie es para siempre. Y lo digo para consuelo de las generaciones de niños y jóvenes que merecen un México más libre y más justo. El fandango como el del 1 de Diciembre del año 2021 se lo llevará el viento un día no muy lejano. Como a los delirios que, por momentos, todos hemos padecido.