Al cumplirse tres años de su mandato el presidente ha fijado posición para el resto de su periodo. Los estudios de opinión muestran su indudable popularidad, lo sólido de su posicionamiento, atribuible sin duda al acierto de su modelo de comunicación y la retórica utilizada, que hábilmente minimiza la falta de resultados y logros materiales de su gobierno.
En el balance de estos tres años, las cifras contrastan con el triunfalismo oficial y el propio CONEVAL ha exhibido las fallas y deficiencias del mayor logro atribuible que son los programas sociales. Concebidos para atacar la desigualdad y disminuir la pobreza, en tres años no han logrado ni lo uno ni lo otro, por el contrario, el número de pobres ha aumentado y la desigualdad continúa.
Debe reconocerse, el impacto que han tenido los programas sociales para aminorar los efectos de la pandemia en las familias, que gracias a ellos y a las benditas remesas, han mantenido el humor social en términos aceptables, sin embargo, ni el aumento en el salario mínimo ha logrado nivelar el poder adquisitivo y en la actualidad hay más familias cuyo ingreso es insuficiente para acceder a la canasta básica, como lo confirma el mismo CONEVAL.
El otro acierto es, haber mantenido el equilibrio en las finanzas nacionales sin incurrir en déficit o endeudamiento excesivo, mejorando la recaudación fiscal, aunque con muchas deficiencias en el gasto, que al privilegiar ramos como los programas sociales y las obras prioritarias, así como el fortalecimiento de las finanzas de PEMEX y CFE, ha descuidado la inversión en infraestructura carretera y de comunicaciones, escolar, de salud y hasta en la seguridad pública.
En términos generales, no hay correspondencia entre la popularidad y la aceptación de la figura presidencial con las realizaciones gubernamentales, sin embargo si existe una correlación entre el respaldo popular y el discurso presidencial, el cual no ha variado en lo fundamental desde la campaña electoral, por el contrario, se ha radicalizado tomando partido por un segmento poblacional. Primero los pobres dejó de ser un slogan y hoy es la base ideológica del discurso y las acciones gubernamentales. Bien por la intención, mal por la acción, pero eso no obsta para reconocer la razón en el fundamento.
En el balance, debe reconocerse que hay más ideología y buenas intenciones que certeza y certidumbre en el accionar. En el discurso pronunciado el día primero de diciembre, el presidente se definió en el extremo izquierdo de la geometría política, desdeñando a los políticos que buscan el centro, los consensos o el dialogo.
Es tiempo de definiciones dijo y se jactó de lo irreversible del proceso de transformación del régimen, por la revolución de las conciencias, lo material es reversible, dijo, más no lo es el cambio mental que asume ya sucedió. Es en ésta, auto atribuida revolución de conciencias en la que manifiesto un total disenso. No hay tal revolución. La conciencia social sigue siendo la misma que lo llevó al poder no hay la transformación social que pregona. Cambió, eso sí, la forma de gobernar.
Hay una identificación del gobernante con la forma de pensar del pueblo, y eso explica su popularidad y aceptación pero no existe un cambio mental, ni de actitudes en la sociedad mexicana.
Se mantiene la esperanza de que pueda operarse un cambio, así lo muestran los estudios de opinión, pero esos mismos sondeos mantienen las mismas preocupaciones sociales y percepciones negativas sobre la corrupción, el manejo sesgado de la justicia, la inseguridad, el deterioro económico, la insuficiencia de las acciones del gobierno.
La gente ve bien a un gobernante que intenta parecerse a ellos, que habla sobre lo que quieren oír, pero eso no es una revolución de conciencias, es solo renovación de la esperanza. La gente espera una revolución de la conciencia pero de la clase política, especialmente de aquella que resolvía la vida pública y sus necesidades e intereses en los pasillos del poder, con acuerdos cupulares y distantes, muy distantes de la gente. La transformación del gobierno, esperada y ordenada con la votación de 2018, no ha sucedido.
El presidencialismo autoritario es el signo, y en la administración pública, cada vez más funciones son desempeñadas por el ejército, las fuerzas armadas sustituyendo a la estructura civil porque el presidente no le tiene confianza. No encuentra en sus propias áreas ejecutivas, condiciones para la incorruptibilidad que sería la piedra angular de su pretendida transformación, ni la eficiencia necesaria para hacer llegar medicinas, vacunas, y construir hospitales, bancos, ferrocarriles, administrar aduanas y puertos y brindar seguridad, principal función del Estado.
De qué revolución de conciencia se habla si lo que hay es imposición y compra de voluntades, aplausos a un vengador verbal, porque sanciones no hay, de los agravios que el pueblo resiente de una clase política que ahí está, con sus viejos vicios y mismas costumbres.
La maniquea situación en que ha colocado a la sociedad el propio discurso gubernamental, el autoritarismo y la alienación de las masas no constituyen una revolución de conciencias, así como un discurso falaz repetido cada mañana no genera un cambio real. Se gobierna con espejismos y se inventan realidades alternas, mientras la realidad va imponiendo sus condiciones, que habrán de mostrar, en el mediano plazo, las consecuencias de gobernar con la mira puesta en el horizonte electoral.