Capítulo I
La Diversión
10 de marzo de 1867, ciudad de Querétaro, cuarto día del sitio.
Casa de campaña del general Mariano Escobedo, reunión con sus equipos de inteligencia que apoyados por los norteamericanos han penetrado la ciudad de torres y cantera, en sus verdores frescuras y violáceos atardeceres. Mil seiscientas horas.
—¿Cómo cuantos viven en el casco principal de la ciudad? — Preguntó Escobedo a su gente de inteligencia.
—Contamos unos ciento veinte mil en toda la región del lugar, en la ciudad unas cuarenta mil personas, entre españoles que son los menos, mulatos, negros, lobos, hay barrios en donde la población es alta, es una ciudad pequeña pero numerosa en habitantes, han crecido los últimos diez años de una manera interesante, no nos imaginamos los motivos, aunque varios dicen que por la seguridad de sus muros y callejones.
—¿Cuántas armas tendrán?
Los dos espías se miraron a los ojos.
—Debe observar esto —le mostraron un reporte de las armas que aparentemente cada familia o persona que habita la ciudad, con posibilidad de tener.
—¿Más de mil doscientas armas? — asombrado el general buscaba su tabaco para darle una bocanada.
—Son la que alcanzamos a considerar, estableciendo claro que los habitantes están armados, milicianos cuidan casas y bodegones, así como la información de varios sirvientes que hablan de tener la ciudad a personal armado hasta los dientes mi general.
Le mostraron un tercer reporte.
—General, hemos encontrado varias entradas a la ciudad, pero no por las condiciones naturales de la geografía o de la traza, observe por favor, son entradas en el cerro que ellos llaman de Pathé, otra más por el cerro de las rocas que suenan a campanas, una más por la parte alta de su acueducto ¡No sabemos a dónde llevan!
—¡Se habla de otra ciudad de callejones y bodegas en la parte de debajo de lo que conocemos como la villa de Querétaro ¡El antiguo pueblo de indios! — Les mencionaba el general — ¡Tendremos que entrar! Tal vez esta es la puerta para destrozarlos desde sus mismas vísceras.
Escobedo había clasificado a la ciudad de Querétaro erróneamente le daba una baja calificación de asalto en lo que a resguardo militar tenían, pero con su lápiz ¡Borró la calificación! anotó:
—¡Alta seguridad y resguardo! — lo describió en una carta para el presidente Juárez y mandó el correo con carácter de urgente, le dio de propia mano al mensajero.
—¡Cómo vas cabrón! que llegue hoy mismo.
—¡Sí señor! — tronó sus tacones el postal y salió veloz.
El General Escobedo recordaba que estando en Coahuila, había conseguido hacerse de un par de jóvenes capitanes de inteligencia militar norteamericana, quienes venían recomendados por el propio George Crook. Tenían la habilidad de encontrar los puntos más débiles de las ciudades del sur en su guerra confederada, para luego llevar los informes y saber correctamente en que parte del flanco de la ciudad se debía atacar. Expertos estos dos — en sitios y ahorcamiento de ciudades enteras—no dejaba de darle vuelta a general la idea del sitio, teniendo a estos dos expertos, no dejaría pasara la oportunidad.
Escobedo ya había sido asignado a la plaza de Querétaro por orden del propio presidente Benito Juárez, en elegante misiva y contundente estrategia:
«¡Maximiliano resistirá en Querétaro! debe Usted mi estimado amigo ¡Dirigir todas las baterías a esta final lucha, sangrienta y llena de valentía! para hacer crecer a nuestra Patria y salvaguardarla del enemigo extranjero»
¡En ello le distrajo un saludo!
—Señor ¡Los capitanes han llegado!
La figura del General Escobedo más que infundir respeto, le daba un poco de humor a su cargo, en extremo delgado, con las orejas desorbitadas y unos lentes de fondo con el cristal casi como lupa, le daba un aire a una caricatura de los pasquines de moda de esas de los periódicos del sur ¡Más su gallardía y alta dirección distraían de su físico! Cuando lo vieron los capitanes norteamericanos solo se vieron entre ellos, y evitaron la risa.
¡Le saludaron con el grado que se apercibe!
—¡Señores descanso! las órdenes son directas y no acostumbro a utilizar inteligencia militar de otros países para las batallas ¡Soy hombre de la antigua milicia! la del encuentro y acomodo de batallones, de saber que el hambre de los cañones es igual a la de los fusileros ¡Que se derrame por Dios la sangre de los valientes! ¡Se destrocen los cuerpos por sus países!, ¡Que la valentía de mis caballerías se escriba con letras de oro! y pasen a la posteridad para salvaguardar a nuestro México, cuna de valientes y osados milicianos. Esta vez tenemos todos los puntos a nuestro favor, no vamos a dejar que el enemigo nos asedie o gane una sola partida ¡No señor! Así que Ustedes dos ¿Son muy hombres para esto? ¡Valientes hombres necesito!
La cara de asombro de los norteamericanos era obvia.
—¡Huevudos! Hombres, gañotudos ¡Con valor cabrones! — les hacía la seña Escobedo tomándose sus testículos entre pierna con su mano derecha.
Los dos chocaron sus talones y le entregaron una carta en donde se leía el costo de lograr que estos dos capitanes realicen trabajos de inteligencia, descubrir flancos débiles y fortalezas del enemigo en la ciudad sitiada.
—¿Ciento veinte mil dólares? ¿Qué van a reconstruir la ciudad entera? — de forma burlona les hacía saber.
Después de anotar la cifra en su libreta personal, les indicó Escobedo lo que quería:
—¡Miren pinches muchachos! les voy a contar una historia, pero me van a prometer, que no se la dirán a nadie, ¡Ni a sus madres! ¿Quedó claro?
Los norteamericanos asintieron.
— En esta ciudad de Querétaro que está plagada de jovencitas ¡Todas hermosas! todas cultas y bien educadas ¡Claro las adineradas! ¡Las jodidas apenas y las tienen al servicio! ahora el pinche Maximiliano está queriéndose llevar a todo su ejército Imperial a este destino, un ópalo de las tierras áridas, ahí donde una gran roca hace eterna a la gente ¡Quiere chingarse a todas las queretanas! ¡Dádselas en ofrenda a sus europeos! Cómo carnada de leones ¡Chacales! — La ira de Escobedo aumentaba, mientras los dos gringos le ponían atención— ¡Aquí quiere defender su último imperio! Pero ¿Saben que cabroncitos? ¡No los vamos a dejar! Les vamos a partir su madre Pinche ejército imperial me pela los huevos ¿Entienden? ¡Me pelan los huevos! —volviendo a hacer la mueca de tomarse la entrepierna — Así que quiero que esculquen toda la puta ciudad, que no dejen un pinche rincón sin ver ¡Quiero mapas, planos, quiero todo! Santo y seña de los que ahí ocurre, quiero que ingresen a todos los conventos, casas de religiosos, templos y conjuntos conventuales ¡Todo quiero saber de este pinche lugar!
Los dos capitanes atentos ¡Anotan todo!
—Ya que van a salir tan pinches caros ¡Es de menos que logren darme todo lo que deseo saber de este pinche lugar! ¿Hay dudas cabrones o se los vuelvo a explicar?
—¡Ninguna general! — Respondieron a la misma voz, los norteamericanos se marcharon una vez el general Escobedo firmó las órdenes.
Cuando se quedó solo Escobedo pensó ser cauto en a quien platicarle lo ocurrido ¡En las guerras las paredes escuchan y las balan silencian! sin dejar de pensar que el gastar tanto dinero en inteligencia norteamericana era la mejor opción.
—¡Ah que pinches norteamericanos! Siempre de metiches en lo que nos les importa, además, ahora me mandan a este pinche pelirrojo y a este moreno ¡Desapercibidos pasarán! Pedí que me mandaran gente que no llamara la atención ¡Son chingaderas! ¡Se ven de aquí hasta Texas!
Con más calma, al sabor de su tabaco y una taza de café, el general Escobedo comienza a hacer memoria de lo que sabía de la ciudad. Mandó llamar a su capitán de caballería para explicarle algunas cosas, en lo que llegaba balbuceaba algunas ideas.
—¿Querétaro? — meditaba, cuando de pronto llegó su capitán.
—¡Señor a sus órdenes!
—¡Siéntese capitán! le tengo que contar una historia que deseo deje memoria por escrito y después lo guarde en el archivo de este sitio para memoria o simple recuerdo ¡Tenga cuidado de lo que va a escribir! No deseo que pareciera de un loco o enfermo de sus memorias.
—¡No señor! tendré extremo cuidado.
Le rememoró cuando una vez que Escobedo, estando en el norte de México tuvo de prisionero a un viejo fraile franciscano que se hizo amigo de él ¡Un hombre culto y gracioso! le contaba historias que al propio Escobedo lo dejaba pasmado, como si fuera un regalo ¡Cada día una diferente! así que, al paso del tiempo, Escobedo hizo buenas migas con él ¡Tomándole un especial cariño! El anciano franciscano, durante parte de la guerra de independencia, le contó que estuvo en una ciudad de callejones y cúpulas por donde le vieras, la ciudad de Querétaro, le hablaba de que era una verdadera muralla, impenetrables escondrijos se daban por toda la ciudad en las casonas, en los templos, en las fuentes y en las calles.
¡Pero le hablaba de algo muy singular!
¡Se conectaban casas, con templos, conventos y escuelas! ¡Quiénes habían planeado la ciudad construyeron una por debajo! Igual de señorial y monumental ¡Cada casa lo que veías por arriba, de la misma proporción, estaba por debajo! Sótanos, cuartos y cavas, así como calabozos y bóvedas, resguardaban infinidad de riquezas, documentos y lo más de impacto ¡Personas! en lúgubres calabozos.
¡Supo de uno! Un marqués famoso y de arraigo por aquellos lares ¡Ya sin sus cartas credenciales pero poderoso! Tenía debajo de su casa a todos sus enemigos encarcelados, amigos ricos e influyentes de esa ciudad que, al no pagarle lo convenido, hacía uso de su propia mano ¡Sin juicio alguno! les daba un veredicto ¡Culpable! Y rendía sus vidas en el calabozo. Cuando falleció el marqués sus familiares bajaron a ver aquella parte de la casa sospechando de los rumores que corrían por toda la ciudad, cuál fue su sorpresa al encontrar ¡Más de veinte personas encarceladas, escondidas, mal alimentadas! ¡Algunos habían olvidado quienes eran! Varios de ellos tenían poco de haber desaparecido.
—¡Interesantes tierras estas de por estos lares mi general!
Pero había algo que inquietaba y le resultaba interesante a Escobedo.
—¡Hay más mi capitán!
El franciscano cuando confesaba a los poderosos españoles —sin violar el secreto de confesión, entre su vejez y delirios por la prisión — le comentaban en su lecho de muerte que se sabía que debajo de las casas había un resguardo ¡Bóvedas fuertemente vigiladas! Donde se guardaban en pequeñas cámaras de cantera ¡Fortunas completas en oro y metales de cada familia del casco antiguo de la ciudad!
—Decidme capitán ¿Sabe el usurpador emperador Maximiliano esto? ¿Quizá por eso decidió esa ciudad fuera el último resguardo?
—No sabría que responder mi general!
—¡Haga la nota pertinente mi capitán!
En la mente aún sin los estragos de la batalla de general Mariano Escobedo resuena la duda mayor:
—¿El presidente Juárez lo sabe?… tendré que preguntarle.
Continuará…