Diana Dailléres
Desde que la conocí, la adoré. Sin saber quién era. Su voz fue un embrujo. Su voz era grave y en la lejanía más profunda podía escucharse un fino metal cristalino cuyo brillo metálico sonoro le otorgaba una luminosidad que la hizo única. Así apareció una noche en un canal de televisión donde mi jazzófilo marido, la pudo identificar como la telonera de Dizzy Gillespie, porque había asistido a su concierto en el Palacio de Bellas Artes. Mucho después supe que la llamaban Miss Jazz. Cuando se hablaba de cantantes de jazz femeninas, si acaso surgía una más aparte de Ella Fitzgerald, era Sarah Vaughan. Nombre y voz de Billie Holiday habían caído en el olvido más ingrato porque sin duda, quien había abierto el camino a estas últimas, había sido ella, en su atormentada trayectoria, estigmatizada aún postmortem por su leyenda negra de adicciones y detenciones relacionadas con las drogas.
Quien atendería a los fans que aún extrañaban el compás de Billie encontrarían en ella, aquella flor marchita que se había ido. Muchos más nombres de otras divas quedaron en el olvido y destronadas por la efímera Janis y la menos conocida pero enorme influencer de cantantes, Big Mama Thornton. El mundo de Billie había sido un mundo sin derechos, un mundo tan cercano a la esclavitud como real era la exclusión que vivió tantas veces en que la hicieron entrar y salir por la puerta de servicio en el Cotton Club donde arrullaba con su voz, el romance en versión clara que nos han mostrado grandes del cine como Kubrick, Scorsese e Eastwood cuya afición al jazz ha enriquecido sus imágenes. A mediados de siglo, hubo quien no la olvidó y asistió al llamado de quienes añoraban a Billie, ella fue Carmen McRae. Cuanto crítico, reseñadores del género e historiadores del Jazz como Joachim Berendt han apuntado la indudable influencia de Billie en el estilo de Carmen. Nunca lo negó. Por el contrario, le era honrosa la comparación.
Así, si uno pudiera enumerar las influencias importantes en la vida, ella sería una de las que más presentes en la mía. Había apenas comenzado a darme cuenta de lo que era en sí la vida y ella estaba allí conmigo casi todos los días, su síncopa, su swing para el cual no hay otro nombre, su ironía, su femenino reproche contra la pareja, como en Ask any woman, una de mis canciones favoritas del primer disco que tuve en mis manos y pude escuchar completo. Nunca pude verla en vivo pero estoy segura de que era rotunda, al mismo tiempo fuerte y profundamente sensible en su interioridad. Un mundo dolido habitaba en ella y estaba presente en su voz con la que podía expresar esas emociones que distinguieron su canto, un trueno armónico que se alejó de la tesitura blanca de otras famosas, de otros trinos juguetones, traviesos y simpáticos como los de Ella o del aposento de las emociones en las que el llanto, dolor y el amor se enlazan y forman voz como en Sarah. No. Ella poseyó un trono del que nunca descendió, tanto, que pocos aficionados al género la conocen y quien se adentra en su música, en su canto, en su forma de expresión, no volverá a ser el mismo amateur del jazz.
Comencé a escuchar una y otra vez sus discos y en muchas canciones me encontré con esas imágenes que poblaron la lucha de los negros por sus derechos, en Estados Unidos; después, entrado el último tramo del siglo, la lucha feminista se encuentra en el discurso de esas melodías que iban y venían entre Nueva York y Londres donde en el Ronnie Scott era su palacio como en el Blue Note de la Gran Manzana tenía otro. Así, era Carmen con Only women bleed o Boy, do I have a surprise for you, cuyo nombre ya dice que es canción.
Perteneció a la generación posterior a la prematura y desafortunada desaparición de Billie Holliday cuya tormentosa vida nadie buscaría repetir pero sí su estilo del que inteligente y sensible, Carmen supo apropiarse y no tuvo oponentes. Nadie como Billie para adentrarnos en las imágenes de Strange fruit, “black bodies swinging in the southern breeze” en aquel lenguaje sublimado con el que los negros hablaron de los rebeldes colgados por el KKK en la rama de un árbol, vergüenza americana, cuando los campos de la esclavitud habían cambiado el gran poder a la producción industrial y ardían en llamas las aldeas ribereñas miserables del Mississipi con las que se daban gusto los supremacistas que rondan aún en alguna parte de ese país como la rémora de lo peor que ha producido el capitalismo y la democracia: el racismo, el supremacismo blanco.
Como en Billie, en Carmen no había una simpatía por lo blanco, lo mismo que encontramos en Nina Simone. Todas ellas alardean de su afición a los hombres, vicios y virtudes de las mujeres negras de las que poco se habla, poco se investiga como dice Angela Davis. Sus canciones me recuerdan lo que pocos saben, cómo las negras esclavas, estando embarazadas o recién paridas, eran castigadas hasta que la sangre se mezclaba con la leche de sus pechos.
Al lado de tales recuerdos en la historia de esta cultura que ha proporcionado identidad a Norteamérica, por su música, sus cantos, como el góspel y el blues, sus ritmos, sus voces como la de Satchmo, sus historias como Huckleberry Flin, sus medallistas olímpicos siempre protestando de manera silente como Jesse Owens, ganador de cuatro oros frente a Hitler en Berlín 36; como Tommie Smith y John Carlos a quienes costó sangre, sudor y lágrimas haber levantado el puño con un guante negro, símbolo del Black Power de las Panteras Negras, en México 68, y cómo Simone Biles, se atrevió a develar los abusos de los entrenadores del equipo nacional de gimnasia olímpica; se puede tocar la suavidad de su voz acariciante en All in love is fair, acompañada por Cal Tjader, incitante como en The Visit o sentir la cadencia sinuosa, sensual de Evil ways de nuestro Carlos Santana de quien, dicho sea al paso, un filósofo ha dicho que Santana debería ser declarado patrimonio de la humanidad, reconocimiento que también merecía Miss Jazz.
De su biografía se sabe poco, acaso que tuvo orígenes jamaicanos, que estuvo casada con un baterista famoso, Kenny Clarke; no tuvo hijos y fumadora empedernida pagó con enfisema este placer con el que aparecía en muchas fotos y conciertos que ahora circulan en las redes. No es necesario saber más de ella. Por sus frutos la conoceréis como dice la conseja bíblica. Como evidencia están más de 60 discos, muchos viajes por Europa y Japón, lugares donde fue recibida por un auditorio que ha sabido apreciar el arte afroamericano como dicen, que nadie es profeta en su tierra.
Su canto reflejó siempre una libertad que he encontrado siempre en Billie Holiday. Es por muchas razones una de las cualidades del jazz, por la que se le persigue, se le escucha insistente, volamos con su libertad para improvisar aunque esta cualidad tiene su medida en los códigos armónicos que impone la métrica musical. El jazz nos ofrece una libertad para sentir, una cierta libertad de movimientos, ese ‘swing’ que me recuerda al maestro Jonathan Zarzosa: “if you got it, you got it, Si lo tienes, lo tienes si no lo tienes, nunca lo tendrás, You’ll never got it”, esa libertad tan soñada por los negros en los campos donde se quemaron tantas vidas, esa misma libertad con la que abren sus gargantas y suenan acordes insospechados, misma que mueve su cuerpo desde el interior para dar vida en movimiento siempre que pueden.
Hoy 10 de noviembre se cumplen 27 otoños sin ella, sin Carmen. La recuerdo, la disfruto, amo su voz porque cuando uno carece de ese timbre, de esa negrura hecha sonido, de ese humor sarcástico e inteligente con el que hacía reír a su audiencia en sus apariciones, la admiro, la extraño y en la distancia de su ausencia descubro lo maravilloso que es tener sus discos, escuchar su versión de Bésame Mucho, su inigualable Take Five al lado de sus creadores, Dave Brubeck y Paul Desmond, me revela nuevos matices que no había percibido antes, descubro la enorme obra de una artista ante la que no puedo mas que hacer una genuflexión, como ante una reina de la expresión más libre creada por esclavos a los que no pudieron arrebatarles lo que trajeron de las sabanas africanas: el calor en sus ritmos, el rumor animal alojado en sus gargantas, su inalcanzada utopía que sigue allí, como un sueño que revelan sus incontables canciones, las que nunca fueron grabadas, las que les cantaron sus abuelas mecidos en sus brazos y las que hacen el Songbook de Norteamérica.
Carmen McRae, es una intérprete clásica de clásicos por un simbólico aporte a la cultura afroamericana del siglo XX, más allá de lo que hicieran muchos artistas del género más representativo de Estados Unidos para el mundo, porque ella pudo con sus interpretaciones, comunicar cierta ironía al romanticismo, promover el feminismo sin ser explícita y ser una elegante mujer negra ataviada de blanco y satén. Una fortuna tenerla a través de sus grabaciones.