Con infinita recurrencia las voces oficiales nos hablan y estimulan en favor de las tradiciones como escudo frente al infortunio. El excesivo discurso nos habla de las imaginarias virtudes del pueblo, de la enormidad cultural mexicana, del infinito valor de la sabiduría popular acumulada, ante cuya dimensión resultaría inexplicable la evidencia de nuestro subdesarrollo.
Lo tradicional como plataforma de la modernidad (anhelo frustrado), como se podría derivar de las palabras de Octavio Paz:
“Queremos ser universales, pero el único modo de serlo es mantenernos fieles a nuestras propias emociones, a nuestra propia visión de la vida, y en este sentido somos particulares. En sentido político, sabemos también que, a fin de alcanzar una comprensión del mundo, debemos comprender a los demás. Finalmente, la política encontró a la democracia. Tolerancia: aceptación de la existencia de los demás…”
En ese sentido deberíamos recordar si las obscenas invocaciones, falsificaciones o postizos de una tradición de hondas raíces, como el culto funerario de noviembre y sus derivaciones y falsificaciones extranjeras (la película Coco, imprecisa y fallidamente cursi, por ejemplo), son auxliares en una confirmación de identidad y un reforzamiento genuinamente nacionalista en lo cultural, o generan una simple simulación folclórica con fines únicamente mercantiles.
A veces nuestros modelos antropológicos no se parecen a Juan Pérez Jolote, sino a “Speedy” González.
Eso es el “tradicional” (no tienen una década) desfile de muertos en la ciudad de México, cuyo origen está en una película de James Bond, la cual parece un híbrido del Carnaval de Brasil y la lectura de Malcolm Lowry:
“…Hacia la hora del crepúsculo del Día de Muertos, en noviembre de 1939, dos hombres, vestidos de franela blanca, estaban sentados bebiendo anís en la terraza principal del Casino. Habían jugado primero al tenis, luego al billar, y las raquetas envueltas en fundas impermeables y cautivas en sus prensas —la del doctor, triangular, la del otro, cuadrangular— descansaban frente a ellos en el parapeto.
“Mientras se acercaban las procesiones que descendían serpeando por la colina detrás del hotel, llegaban hasta ambos los sonidos plañideros de sus cánticos; volviéronse para ver a los dolientes, a los que sólo pudieron distinguir poco después, cuando las melancólicas luces de sus velas comenzaron a girar entre los lejanos haces de los maizales…”
Pura literatura sajona.
Por desgracia la superficialidad de todo ha teñido también la conmemoración de muertos (el primer error es llamarla celebración) y la ha convertido en una especie de jalogüin mal traducido.
Y la mala influencia ha llegado hasta el discurso político, siempre dispuesto a aprovechar cualquier adarme de oportunismo.
Ha dicho el presidente de la República desde su retiro chiapaneco como si se dirigiera a los difuntos:
“nunca los olvidaremos y que sigan descansando en paz. lo místico es parte de nosotros”.
Más allá de este deseo de pacífico reposo interminable, podríamos saber cuántos de esos finados se fueron al otro mundo por causas naturales o víctimas de la peor violencia homicida habida en nuestro país aun si se consideran los tiempos revolucionarios. Esa violencia ante la cual el gobierno es tan impotente como una momia.
O si muchos de los viajeros del infinito pasaron a la otra dimensión por el mal manejo sanitario de la pandemia del coronavirus; la falta de pruebas, los médicos sin recursos, la falta de vacunas, el menosprecio de la gravedad y todas las causas del desastre de 500 mil víctimas o más.
Y también preguntar si en esa memoria “mística” (el misticismo es otra cosa) están los periodistas asesinados sin ninguna consecuencia para los criminales.
¿Místico?
No. En todo caso espiritual. Místico significa “exclusivamente a aquellas obras (literarias) que se refieren en definitiva a una peculiar unión del alma humana con Dios (Gaos).”
El 2 de noviembre hay una comunión entre vivos y muertos, sin Dios como intermediario. Esa es su especificidad. Ese es su valor.