La vida tiene bastantes cosas para hacerla soportable, pero tiene una que es como para hacerla incierta y odiosa: no es eterna. Yo estoy seguro que veré a la muerte física y concretamente. La veré acercarse, dulce y suave como una tentación. Se sentará a mi lado. Yo le diré: “Perdone Señorita, no cree Usted que ya exageró con su dieta”. Ella se quedará callada. Volveré hablar con aire ligón. “Disculpe ¿Es Usted, presidenta de los “weight watchers?” Sin verme exclamará: “Cuando me llevo de este mundo a los sangrones, me da más gusto mi tarea”.
Me haré el desentendido para no entrar en discusión sobre su falsa opinión, pero la veré duramente a los ojos. Perdón, a sus huecos. Sentiré un poco de escalofrío al perderme en sus abismos de negrura. Ella dirá con un tono irónico: “¿No me reconoces?» «SI, contestaré, de niño la veía en las banderas de los piratas, ahora en los postes de gasoductos y al lado de los cables de alta tensión. Me imagino que como mujer esto de seguro te enfurecerá, pues no sale de cuerpo entero”. «¡Ya! ¡Basta! – exclamará- Soy la muerte y vengo por ti». ¡Ay Nanita!
La barreré con la mirada, le sonreiré en forma displicente. «Perdona, pero la muerte que me lleve será una muerte elegante, vestida con sombrero y pieles, como «La Catrina». Y discúlpame, pero tú te ves muy naca». Le veré un ligero rubor de molestia en el hueso de los pómulos. Dirá: «Efectivamente, yo antes así vestía. Pero no sé si sepas que en tu país hay millones de personas que viven, bueno, eso de que viven es un decir, en pobreza extrema. El otro día, después de un pleito, fui por un pandillero en Peñuelas el Bajo y me trataron de asaltar. Desde entonces cuando vengo a este México de crisis, me pongo este modelito del mercado sobre ruedas».
Nos quedaremos un momento callados. Ella reflexionará en voz alta: «El problema de los seres humanos es que piensan que la muerte es la negación de la vida. Nada de eso. Al vivir morimos y al morir vivimos. Si la humanidad supiera lo que le espera en el más allá, todos se suicidarían al llegar al uso de razón. No es gran cosa el más allá, pero es mejor que aquí, simplemente porque uno está más solo y sin tantos fantasmas».
Tomará con firmeza su guadaña y verá su reloj de arena, del que caerán unos últimos granos apenas imperceptibles. Escucharé su voz metálica: «Ya es hora». Le diré con un aire de suficiencia: «Tu tecnología está muy pasada de moda, creo que traes tu reloj adelantado». «No, responderá, antes de venir por ti puse la hora con mi celular». Sentiré un poco de miedo. Insistiré: «Déjame terminar de hacer el amor; déjame que me acabe esta copa; déjame concluir esta discusión; déjame ver ganar al América; déjame decir unas últimas palabras para la historia».
Ella suspirará desesperada: «Me choca venir por los periodistas, se echan unos rollos interminables. Te dejo que escribas tu epitafio, que de seguro es más corto». Agradecido se lo leeré: «Ya no amo, ya no odio, ya no ambiciono, ya no deseo. Ya soy libre». La muerte me dará un beso, sentiré el frió de su vacío. Suavemente me subirá en sus hombros.
Veré como se van perdiendo los perfiles, primero de los rostros compungidos de los que me rodean, después de mi casa, luego de Querétaro. En brevísimos instantes contemplaré esta esfera azul flotando en el espacio. Volveré los ojos hacia arriba, hacia el lugar que me espera (obviamente, dada mi bondad, una suite en el cielo). Quedaré maravillado. La muerte me preguntará: «¿En qué piensas?» Girando una y varias veces la cabeza hacia arriba y hacia abajo, como buscando comparar los lugares, le contestaré: «Pienso que, después de todo, no es promesa de campaña, tienes razón. La «rola» de la vida… no es para tanto, y morir no es tan difícil: una luz que se apaga y luego otra luz que se prende».