Pocos días antes de que se recordara el 20 aniversario de los atentados terroristas del 11 de septiembre (9/11) en Estados Unidos, en Auckland, Nueva Zelanda, Ahmed Aathil Mohamed Samsudeen, ciudadano de Sri Lanka, atacó violentamente a personas en un supermercado. La primera ministra Jacinta Ardern calificó el hecho como un “ataque terrorista por parte de un extremista violento inspirado por el Estado Islámico”. Sin embargo, también señaló que el ataque “fue llevado a cabo por un individuo, no por una fe, no una cultura, no una etnia, sino por una persona atrapada por una ideología”.
La declaración de la primera ministra neozelandesa tiene un contexto particular —histórico— por los alcances de los atentados atribuidos al extremismo islámico, tanto del 9/11 en Estados Unidos como por posteriores ataques a nivel global en Madrid, París, Londres y Bruselas, entre otros lugares.
Los atentados terroristas tienen una onda expansiva que va más allá de las víctimas mortales, ya que siembran temor y una sensación de inseguridad entre la población. Aunque universalmente no existe una definición de terrorismo, el consenso lo define como el uso de la violencia deliberada por razones políticas o de idiosincrasia contra civiles (que no son el objetivo principal), con la finalidad de diseminar un mensaje determinado que se vuelve exponencial a través de los medios de comunicación, y que causa temor, inseguridad y desestabilidad.
El reporte final de la Comisión Nacional sobre los ataques terroristas en los Estados Unidos (Comisión 9/11) expuso, entre otras conclusiones, que existían “debilidades en los sistemas de inmigración y seguridad aérea, así como una incapacidad general en todo el gobierno para comprender la amenaza del terrorismo transnacional”. La respuesta a aquellos ataques desplegó una guerra global contra el terrorismo: se incrementaron la vigilancia y la inteligencia globales, así como la seguridad fronteriza y aeroportuaria internacionales, y se implementaron el uso de nuevas herramientas de ataque y el análisis masivo de metadatos y contenido; sin embargo, la erradicación de este tipo de eventos no se ha concretado.
Entre otras particularidades, los ataques del 11 de septiembre de 2001 provocaron una acción de cierre en lugar de una de apertura y un aumento de sentimientos de xenofobia, racistas y de odio hacia personas migrantes o minorías, lo que repercutió en acciones restrictivas hacia el asilo y al libre derecho a la movilidad global.
Si bien en febrero de 2015 el entonces presidente estadounidense Barack Obama presidió la Cumbre para Contrarrestar el Extremismo Violento, en la que acotó que el Estado Islámico no necesariamente es fiel a las enseñanzas del islam, y buscaba rechazar el atractivo de las narrativas extremistas, investigadores del Soufan Center analizan por qué los jóvenes yihadistas siguen siendo grandes admiradores del fallecido líder de Al Qaeda, Osama bin Laden, e incluso cómo su atractivo va más allá, al ser elogiado por “extremistas violentos de extrema derecha, incluidos supremacistas blancos, neonazis y los llamados aceleracionistas”.
El denominado aceleracionismo se basa en la idea de que los gobiernos occidentales son irremediablemente corruptos, y que lo mejor que pueden hacer los supremacistas blancos es acelerar su desaparición, sembrando el caos y la tensión política. Las ideas aceleracionistas se han citado en los manifiestos de tiradores masivos, y diversas voces de analistas ligan este movimiento con los tiroteos en la sinagoga Tree of Life de Pittsburgh en 2018, y contra las mezquitas en Christchurch, Nueva Zelanda, y personas hispanas en el Walmart de El Paso, Texas, ambos en 2019.
Desde el 9/11 quedó asentado que la guerra contra el terrorismo no era contra un Estado-nación, sino contra cualquier patrón de actitudes fundamentalistas que conlleven al extremismo violento. Como resultado, varios países aprobaron o endurecieron sus leyes contra este fenómeno, entre ellos, Alemania, Australia, Canadá, China, España, Francia, Reino Unido y Rusia.
El reciente ataque en Nueva Zelanda ha acelerado el proceso parlamentario para la aprobación de una ley antiterrorista que criminalice la planificación de atentados, con la intención de evitar que atacantes como Samsudeen, que se encontraba bajo vigilancia policial por su ideología extrema, aprovechen las brechas legislativas para cometer ese tipo de actos. La delgada línea radica en que esta nueva norma no restrinja libertades civiles o vulnere a solicitantes de asilo. El reto recae en el equilibrio de todas las intersecciones que conforman la seguridad de un país.
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