Cerca de las oficinas del diario La Jornada, hay –o había- un mercadito, anexo al cual un comedero atendido por jóvenes gastrónomos de excelencia, a donde solían acudir Hugo Gutiérrez Vega y sus colaboradores del suplemento dominical. Por lo general, estaba repleto de comensales. Una tarde en que visité a mi amigo y maestro, todos estábamos expectantes para ver a Ana Gabriela Guevara que correría los cuatrocientos metros planos. Era una ráfaga. Triunfó para regocijo de todos. ¡Y cómo no! Era el campeonato mundial de atletismo. Nuestro chauvinismo compartió su momento de gloria. Envanecida, incursionó en la política: fue senadora de la República. Y creyó que todo lo podía. “No sabes con quien te metes”, declaró en una riña en incidente carretero cuando conducía su poderosa motocicleta. Claro: recibió una paliza cuyas huellas exhibió la legisladora que de legislar nada sabía.
Durante la presente administración preside la Comisión Nacional del Deporte. El saldo de su gestión en los recientes Juegos Olímpicos de Tokio, fue paupérrimo: cuatro medallas de bronce. ¿Qué pasó con los clavadistas, los boxeadores, los marchistas? Se perdieron en el pasado. A su fracaso en el medallero, se suman las denuncias de corrupción bien entonado con un gobierno que ni ata ni desata; un gobierno, el de López, que lo que toca, lo destruye. ¿Por qué esperar de él, el gobierno, digo, éxito alguno? En la otra atleta esforzada y competitiva, se condensa eso que le llaman transformación, nuestro régimen, y no sé cuantas necedades más. Mucho ruido y pocas nueces. No es lo mismo la pista que la administración pública.
¿Qué recordarán las próximas generaciones de Ana Gabriela? Nada. La gloria es como un olvido demorado. San Bernardo se preguntaba: “¿Qué es la gloria del mundo? Sombra que huye, espuma que se deshace, flor que se marchita”. Para los que hoy vivimos, Ana no pasa de ser una funcionaria, oportunista, inepta, con una vanidad hecha trizas.