CAPITULO III
Puerta de Tierra Adentro, 1732, construcción del arco sesenta y uno.
Ya el largo valle de verdes campos ha resistido a tono todas las inclemencias del tiempo, las lluvias de los periodos del mes quinto —mayo— hasta el décimo —octubre— de los días y los meses han dejado claro a los pobladores la difícil situación de solo tener temporada de lluvia o solo temporada de secas ¡no hay por más!
La lección ha sido de comprensión en serio de dificultades, se han acomodado los sistemas de agua, mercedes, cause de río, caminos y llegada de peninsulares por la obra que representa el tener por primera ocasión en tantos años de agua cristalina.
La obra de Acueducto de nuestra Señora Santa María de las Clarisas Capuchinas ha tenido a bien correr la noticia por toda la región, el que una ciudad que solo era de paso —para las carrozas del Real De Minas del Potosí— se enclave una obra que tan ilustre terruño se convierta en una de las principales, no solo por la participación de las órdenes de religiosos y hermanas consagradas, grandes haciendas, sino el de tener un cierto aspecto de gran y señorial ciudad, la obra permite de lograr se deje de pagar merced por el agua, atrae a los ricos peninsulares.
¡Una aventura a las tierras lejanas!
Ocurre que para estos años la pequeña ciudad de Puerta de Tierra Adentro —algunos peninsulares aún no se acostumbran a llamarle Querétaro, esto era solo para el gobierno de los indios— sufre de algunas consecuencias del dominio de los barrios que circundan la ciudad peninsular —con claras diferencias— por un lado las jóvenes en edad de merecer se han revelado a las costumbres, desde los doce años ya es necesario ir atendiendo los asuntos del cortejo de los mancebos y se ha dado a la condición de no hacerlo.
¡Vaya revolución!
Y no es que en estas tierras no se conozcan jóvenes en motivo de cortejo —como pasa en Puebla de los Ángeles, que han dejado la ciudad los varones por buscar títulos nobiliarios en España— sino que las señoritas han descubierto diversiones en los barrios de los negros —al alto del cerro de las cruces— donde afamadas hechiceras han dado la tarde después del rosario para atraer a las señoritas a diversiones no sanas, brebajes, juegos de azar y tabaco hacen de las delicias de las quinceañeras de esta ciudad de tradiciones férreas del comportamiento familiar.
En estas tierras se dispone por tradición estar cerca de las atenciones de las costumbres de vida cercanas a las explicaciones de los religiosos de la ciudad —los franciscanos, por ser hermanos primeros— quienes dan el orden moral, civil e inclusive de mando y decisión ¡todo gira hacia la tradición del magisterio religioso de las órdenes! Pero peligrosamente los barrios han decidido transformar esta tradición en algunas herejías, que, de saberse por el Santo Oficio de la Inquisición, estas jóvenes al visitar estos lugares son candidatas a delitos de orden del alma.
Toda mujer, en edad de merecer en esta ciudad de la Nueva España tiene la instrucción de vida, vestir como si fuera una religiosa de vida consagrada, inclusive las señoritas y ancianas, cada una escoge los tonos de color a la congregación en la que desea ingresar—aquellas que decidían continuar ingresaban a un convento, que existían varios y de importancia tal— las que deciden hacer su vida matrimonial mantenían esta estricta razón de vida, una vez se casaban dejaban el hábito de religiosas, por ello, la preocupación de aquellos años radicaba en las conductas sospechosas que se han desatado, visiones de demonios, posesiones, espectros y almas perdidas se comienzan a observar por toda la ciudad y en claro, solo con las jovencitas que visitan estos lugares de los barrios de negros, pero la ocupación mayor era que las señoritas ya no deseaban vestir de hábito religioso, utilizaban vestidos de casada.
¡Qué osadía!
A los oídos de nuestro señor el Caballero de la Orden de Alcántara Don Juan Antonio de Urrutia y Arana Pérez Esnauriz, tercer Marqués de la Villa de Villar el Águila, recibe la orden por escrito del Rey Felipe V de nobilísimo dote, a su menester comienza a indagar acerca de estas condiciones de las mujeres en edad de casamientos, quienes deberían de estar ocupadas en sus quehaceres de mujer y no en desatinos de espectros y almas perdidas del purgatorio, así como usar de tono, vestidos de casadas —habíase visto ¿quién se los mercaba?—.
Ocurre el caso de la joven Juana Antonia de Santa Teresa, de apenas catorce años, quien su familia había llegado de la ciudad de Toluca de San José, quien lleva ya algunas semanas hablando de demonios que la visitan por la noche, así que es llevada al Colegio de Propaganda Fide en donde los frailes le han tomado los menesteres suficientes para ser candidata a algunos ejercicios de expulsión de demonios, a lo cual de inmediato el Santo Oficio con su alguacil el insigne doctor Vallejo de los Santos de San Miguel y Arcángel, siendo el confesor de la joven Fray Simón de la Concepción del Orden de Nuestra Señora del Carmen Morador en su Convento de Querétaro.
Ocurre que para lograr que se asegure es una posesión del demonio debe existir signos claros de tal caso —que hable latín o alguna lengua antigua, que descubra santos objetos escondidos en alguna parte— así que de manera de juicio el Santo Oficio comienza los ejercicios. Al paso de los tiempos de oraciones y acercamientos de los frailes se descubre que no se le clasifica como una posesión del maligno, que es solo una turbación de la conducta de la chica ocasionada por alguna situación de sus emociones.
En el cuarto contiguo a los ejercicios de oración se encuentra el propio Fray Simón y el alguacil del Santo Oficio Doctor Vallejo, quienes han designado ante los propios que la chica no sufre de posesión, al contrario —esto auxiliados por los Jesuitas quienes fueron defensores de evitar el trato de posesiones a los sospechosos cuando no lo eran, debido a que al paso del tiempo la mente podría pensar que sí había sido y sufrirían mucho— aunque sus alucinaciones son provocadas tal vez por un factor de envenenamiento, fuera por la comida en estado putrefacto, o alguna de las especias que se venden en los mercados de los barrios como San Sebastián o el de los Negros, a las faldas del cerro de las cruces.
Cabe señalar que el Santo Oficio abrió expediente para su litigio, de manera formal y con escrutinio propio de todos los participantes en los ejercicios de oración, quedando clara algunas faltas del confesor al no reconocer una posesión como tal, y quien después sería acusado de interpretar de manera incorrecta algunas de las peticiones de la propia Juana Antonia de Santa Teresa, a quien inclusive llegó a confundir con algunos alegatos.
Lo que más preocupa a las autoridades de la ciudad de Puerta de Tierra Adentro, es que las jóvenes en estas condiciones —viendo espectros, demonios y almas benditas del purgatorio— se están multiplicando por toda la ciudad, es ya menester que las funciones del Caballero de la Orden de Alcántara Don Juan Antonio de Urrutia y Arana Pérez Esnauriz, tercer Marqués de la Villa de Villar el Águila, haga validar su condición de cabildo emérito de la Ciudad de México, comience conduciendo las condiciones que ahora se presentan para buscar prontas respuestas a lo acontecido.
Ocurre que al construirse el arco de condición número sesenta y uno de más, algunos de los trabajadores ya han demostrado una fortaleza que permite sospechar de algunas condiciones extrañas, con una fuerza mayor —o no antes vista, endemoniados tal vez— son capaces de hacer la obra de albañilería por dos días seguidos, comiendo poco y haciéndose de un entusiasmo que, de no ser visto por alguien, se hablara de alguna casi locura ¡no paran de laborar! El maestro de obra Miguel Custodio Durán, ya había dado la atención a estos trabajadores, que una vez laboraban sin parar —recibiendo el mayor dote por pago— solo era cuestión de que comieran, descansaran medio al día, vuelven a recomenzar por otras dos o tres jornadas más ¡de no creerse!
Así que no dudó en hacerlo saber al Marqués, quien de inmediato hizo que los aguaciles les tomaran por presos, les llevaran al calabozo y ahí se destinara un largo tiempo para lograr que dijeran el porqué de sus actividades tan impropias de un orden justo, debido a que no es de menester natural que una persona obre tanto sin descansar. Al cabo de unas semanas los trabajadores —provenientes de los barrios de negros y de los llamados pames— hicieron de recordar que no sabían de nada lo ocurrido, que solo sabían que la hechicera de nombre Totomba les había dado a comer peyotl y que de ahí en adelante no hacían de su vida, ni de sus acciones.
El Marqués fue enterado de la condición y de asunto propio lo tomó, haciendo que fuera presa la hechicera, quien respondía al nombre, una vez estuvo en las mazmorras del Santo Oficio fue en atención que el Doctor Vallejo le hiciera su atención y tomó su declaración como parte del oficio de acusación seria de brujería, quien relató no solo que daba de comer el peyotl a los albañiles del acueducto para el beneficio de la paga, sino que ya varias lunas atrás había dado de brebajes a las señoritas de la ciudad con la paga alta en monedas de oro, les preparó hechizos para sus mancebos elegidos —clavos oxidados, tachuelas rotas, hierbas y potajes que hacían beber a los pretendientes— pero que el peyotl había sido el manjar más buscado por las señoritas, quienes perdían la razón y comenzaban con desfiguros espectrales.
El Doctor Vallejo hacía de comisario de interlocución con la hechicera —no sin antes preparase con oraciones y penitencias— de saberse verdad lo dicho, se está ante la posibilidad de lograr hacerse la verdad de las señoritas que se sentían poseídas por demonios y ver ánimas del purgatorio.
—¡Decid ante este su juzgador! Que ha remitido a dar como verdad que el consumo de la que llaman peyotl es la causante de que las señoritas de esta Puerta de Tierra Adentro sufran de desfiguros, que han sido dañadas por toda su vida y que ha de ingresarles en un hospital de la salud para el resto de sus vidas ¡aceptadlo!
La hechicera sabía a bien que estaba ante un juzgador del Santo Oficio, que, de responder en equívoco, sería quemada, o torturada hasta la muerte ¡no había salida alguna!
¡No respondió!
Nuevamente se le increpó ahora en tono de más convicción:
—¡Que de sentirse culpable! de tal atrevimiento de envenenar a las señoritas de esta ciudad: Catalina de las Casas, quien presentó cardenales en sus hombros, un día amaneció debajo de su cama con temores infundados; Soledad del Franco, quien aseguró haber visto las almas de sus abuelos que le hablaban, que vomitó tela por su boca, que tuvo fierros candentes en sus manos y no se quemó; María de la Concepción Frías, quien vaticinó que en poco tiempo caería una plaga de moscas a la ciudad y que se cumplió, que de su boca salieron telares, sapos y animales que no se conocen por aquí, que tenía calores nocturnos que le mojaban sus aposentos, sin haber agua de por medio.
La hechicera solo logró hacer de algunos balbuceos, sabedora que de decir apunto cualquier esbozo de plática, de final seguro tenía los castigos corporales y posiblemente quemarla.
—Que quede asentado en los actos que la hechicera de nombre Totomba, del barrio de los negros pames, con el umbral de sus juventudes ya en el ocaso, que ha destinado tiempo y malas obras a los vecinos de esta recién tercer ciudad de Puerta de Tierra Adentro, a quienes ha envenenado con sus pócimas, hierbas y cactos, que ha de saberse atenta al castigo corporal y que de saberse que no tendrá camino de lograr ser absuelta, que se designe al Santo Oficio la sensatez de lograr pena capital por hechicería y malformación de conducta a las señoritas mencionadas.
La bruja habló:
—Su merced de señoría, que a bien hago de su conocimiento que mis labores con las señoritas no fueron bajo la fuerza o mendicidad de hacerles daños ¡que ellas mismas de su propio pie y acuse llegaron a solicitar mis encantos! que bien dieron monedas de oro por los brebajes de licores, que de embrujos y hechicerías no lo sé, que solo les otorgué lo que destinaron a hacer la labor de comercio, no soy quien usted mi señor considera la propia, que no enveneno a las mujeres de esta ciudad con lo que llaman peyotl —capullo de gusano— que son solo las habladas de las que sí son brujas y juegan con el destino…
—¡Calla bruja maldita! Arrepiéntete de todo lo dicho y salvarás tu alma… ¡anda! arderás en el infierno, por mi nombre que arderás.
Aquella fue la solución que terminó por aquellos años con los embrujos y espectros de demonios, posesiones y almas benditas del purgatorio, de las acaudaladas señoritas, quienes sufrieron de una vida miserable por tales figuraciones que habían tundido por toda la ciudad, haciendo que la obra del acueducto se viera interrumpida por este tiempo en lo que el señor Marqués designó sus atenciones para solventar tal desdicha.
Continuará…