“Todos podemos volar” es la frase inspiradora para los deportistas que participan en los Juegos Paralímpicos de Tokio. A pesar de que más de 50 atletas mexicanos participan en ellos y de que tradicionalmente han obtenido los primeros lugares, tanto, que se espera que lleguen a 300 preseas acumuladas en sus participaciones en esta gesta deportiva, es evidente que ni captan la atención de sus coterráneos, ni de los medios de comunicación. No sé en otros países, pero al menos en el nuestro, la civilización y cultura no ha alcanzado a abrir el ojo ciego de la discriminación.
Los hombres y mujeres participantes, antes de vencer a sus contrincantes, han tenido que vencer infinidad de obstáculos para llegar a serlo. Nacieron con cuerpos cercenados por quién sabe qué misterios de la genética o sufrieron enfermedades o accidentes. Por lo que sea, lo cierto es que en lugar de arrinconarse en la conmiseración, decidieron “multiplicar sus talentos”. Ellos coinciden en que fueron sus padres, tíos o abuelos quienes derrumbaron el primer obstáculo; motivarlos, levantarlos de la cama o silla de ruedas, convencerlos a ellos y a los demás de sus posibilidades, enseñarles a esquivar las miradas curiosas, los murmullos discriminatorios, el menosprecio por no cumplir los requisitos de perfección impuestos por la mercadotecnia. Es un hecho que estos y otros deportistas y todos quienes tienen capacidades diferentes a los que nos consideramos “normales” tienen que vencer a diario la falta de recursos y medios para desplazarse a sus centros de estudio, de prácticas o de trabajo si es que logran ser aceptados en alguno. Muchos requieren vehículo o equipo especial, apoyo familiar permanente, dinero para lo cotidiano y para convencer a la sociedad de sus súper habilidades; de gobernantes cuerdos y sensibles que por lo menos instruyan la hechura de banquetas y rampas para su desplazamiento, serias, no tramposas con postes, cables, raíces de árboles, cemento cuarteado, hoyos, lodo, las calles todavía de tierra, los perros bravos callejeros y los embozados atrás de las rejas caseras; formas de cruzar puentes peatonales y bocacalles, de acceder y ser atendidos en oficinas y escuelas públicas o privadas, en mercados, centros comerciales, teatros, cines, museos y espacios de esparcimiento.
Pero ante la franca miopía gubernamental, está la ceguera de la sociedad. Muchos papás de niños discapacitados ni siquiera intentan su inclusión en la comunidad, muchos toman como reto su rehabilitación y se desaniman al resentir el gasto económico, el desgaste familiar, el poco o lento avance rehabilitador. Y ahí comienza él víacrucis de los discapacitados y su entorno familiar. Luego vendrán los agravios infringidos por la ignorancia y discriminación de niños maleducados y adultos ignorantes e insensibles, del insuficiente apoyo de la iniciativa pública y privada para la instalación y funcionamiento de espacios de rehabilitación tanto en la ciudades como en los pueblos alejados de éstas; para la adquisición de prótesis y de toda la gama de equipo personal y médico para su rehabilitación fisiológica y social. De ahí la heroicidad de madres, padres y familiares que logran pasar el pantano de desprecio y desatención, valiéndose del único recurso que puede lograrlo: el amor. “Todos podemos volar”, sí todos. Los resultados, Al tiempo.