En los meses recientes la crítica se ha mostrado injusta con el presidente López Obrador. Sus exabruptos matutinos en las conferencias –balcón y muralla de su propaganda–, han sido calificados como enojos.
El presidente, dicen equivocadamente, está enojado, molesto, colérico, vehemente hasta la torpeza, enamorado de sus palabras y sus diagnósticos; inconsecuente, intolerante. Han llegado a la blasfemia de acuñar (como lo hicieron con Peña Nieto), una frase de contrapunto: si en aquel tiempo se hablaba del malhumor social, ahora se divulga el malhumor presidencial.
Lo acusan del grave pecado de la ira.
Y no, no es un pecador furibundo. Es un hombre urgido de avanzar en el sendero de sus creencias. Es un revolucionario, y como tal, tiene prisa.
La urgencia del renovador; no del reformista.
José Stalin explicaba muy bien la diferencia entre el reformador y el revolucionario. Se lo dijo a H. G. Wells en una entrevista publicada el 27 de octubre de 1934, en “The New Statesmamn and Nation”:
“…la revolución implica la transferencia del poder de una clase a otra. Por eso es imposible considerar revolucionaria ninguna reforma. Por eso no podemos contar con que el cambio del sistema social adopte la forma de una transición imperceptible de un sistema a otro, mediante concesiones y reformas otorgadas por la clase dirigente…”
Así pues, en el pensamiento del presidente de México no cabe ninguna estrategia de cambio si no es la suya. No es por dogmatismo, es por iluminación, inspiración; designio autoimpuesto, sino, destino, tarea y motor de la vida.
Quizá por eso en varias ocasiones se ha referido a la voluntad del creador, o la decisión del pueblo (su verdadero Dios social), como únicos obstáculos para avanzar a marcha forzada, en jornadas extenuantes para cualquiera, menos para él, en la ingente, urgente y valiente tarea de transformar mediante la regeneración purificadora, a este país.
Y en ese afán no se aprecian como obstáculos ni las formas, ni los límites de las instituciones. La única institución es la necesidad del cambio.
Sin embargo, su afán encuentra, a veces, límites propios. Nunca se le había escuchado reconocer lo excesivo de sus afanes. Por eso es conveniente analizar este párrafo de ayer. Habla mucho del irremediable reconocimiento de sus propias limitaciones.
Tras lanzar los dardos del anatema contra el Poder Judicial y hablar pestes de jueces, magistrados, abogados y demás personas relacionadas con el Poder Judicial, el presidente respondió a una pregunta simple con una confesión inusitada:
–¿Usted ya no intentaría una reforma desde el Ejecutivo?
— “No, no, no, porque yo tengo que optar entre inconvenientes. Dicen que el que mucho abarca, poco aprieta, entonces yo voy a lo que más importa al pueblo. Esto es importante, pero no me voy a desgastar en algo que es muy difícil…”
De esta confesión entre el volumen y el apretón, también se deriva el esfuerzo y el desgaste para intentar algo de notable dificultad.
No se conocian en la voluntad presidencial obstáculos por la dificultad de hacer las cosas. Ahora mismo ha anunciado su empeño de revolucionar el sistema electoral (¡Ay! nanita) y su enojo profundo por la desidia del Poder Legislativo en cuanto a la ley secundaria de la Revocación del Mandato, espectáculo non en la temporada de la “democracia participativa” y en el cual empeña su esfuerzo rumbo a la sucesión del 2024
Mucho abarca, poco aprieta.
INUTIL
Contenta debe estar Azucena Uresti por tantas y tan sinceras muestras de solidaridad (uno la mía) ante las amenazas .
Hasta el presidente la acompañó: no está sola, le dijo.
Y le puso a Alejandro Encinas para protegerla. ¿Cómo? Las evidencias (guaruras, para ir a súper) condenan a los imaginarios mecanismos de cuidado.
Y si a tal santo se encomienda Azucena –cuyo nombre tiene reminiscencias de flor mariana–, ya la perjudicamos.