¿Son lo mismo el indigenismo de nuevo cuño y la indigencia intelectual, también de reciente acuñación?
Obviamente no, pero en estos jolgorios de tlatoani, con las ya sabidas falsificaciones de la historia y sus fechas, forzadas para darle oportunidad a una conmemoración metida en el tiempo con el calzador del oportunismo, bien parecería lo uno, producto de lo otro.
Pobreza intelectual. Eso define al régimen y sus patrañas, una tras otra, como la sustitución de la nomenclatura tradicional y el caprichoso y pedante cambio de las categorías de los hechos, solamente para darle gusto a quien confunde la historia con la memoria.
La palabra “conquista” ha quedado proscrita para darle paso a la falsa “resistencia”.
¿De veras los indios de México resistieron el empuje de los conquistadores, sus frailes y sus soldados? Si se hubieran resistido no se habrían aliado todos contra los sanguinarios mexicas comedores de corazones y precursores de la leva y la esclavitud con sus “guerras floridas”.
Si alguien se resistió fueron las mujeres botín de los conquistadores. Si no hubiera sido así,si el mestizaje hubiera sido producto de la interculturalidad, no estaríamos todos padeciendo la existencia de la chingada;la cual no es sino la colectiva mujer violada,la madre de los mexicanos hijos del atropello y el estupro. De la Malinche para acá la historia se ha venido repitiendo.
Por eso algunos “usos y costumbres” no han cambiado. El cacique le manda de regalo las esclavas a Cortés y el adinerado mestizo (si tener cinco mil, apenas, es ser adinerado), se compra
una niña en Oaxaca o en Guerrero.
En eso nos deberíamos fijar si se busca la conmemoración de una fecha (falsa) y no en la escenográfica maqueta del Gran Teocali, cuyas proporciones ni siquiera se respetaron.
Se falsean las fechas y se hacen representaciones pueriles y escasamente decorativas. Todo crónicamente chafa.
En todo caso podrían haber acudido a los estudios del arquitecto Ignacio Marquina quien reprodujo con precisión casi absoluta, las dimensiones del conjunto ceremonial de la Gran Tenochtitlán. Esa maqueta, con su bien lograda escala, está en el Museo Nacional de Antropología.
Y cuando se inauguró la Plaza Manuel Gamio, entre el Templo Mayor y la Catedral, se reprodujo en bronce y sobre un espejo de agua, parte de este modelo. Apenas se había inaugurado el museo de sitio cuando ya los descendientes de aquellos mexicas se habían robado las piezas del gran Cú para vender el bronce en Tepito.
Frente a ese analfabetismo, opongo las palabras de Gastón García Cantú al hablar del Zócalo hoy convertido en set de TV-11.
“…los patios donde Bernal Díaz vio resbalar los caballos de los capitanes; los caracoles tallados con amorosa perfección, la escalinata ordenada por Ahuizótl, los templos de los círculos rojos, el zompantle hacia el mítico sur; el Templo Mayor de los aztecas que resurgió para que recobraramos la parte calumniada de nuestro origen, el vestigio de la antigua calzada de los toltecas, en cuya orilla se encontró el único tejo perdido en la codicia de la Noche Triste…”
Hoy la parte calumniada de nuestro origen está siendo la otra, la peninsular, la española.
Mientras no haya una reflexión pública capaz de reconciliar estas dos (o muchas más) sangres (cuya mezcla ha producido una etnia escandalosamente incomprensible), no podemos definir claramente nuestra nacionalidad.
Para ser mexicano no hace falta ser indigenista. Esa es una forma rupestre del racismo. La supremacía (imaginaria) de una etnia por encima de otra. Tampoco hispanista.
Indigenismo es el estudio de los pueblos originarios del continente cultural iberoamericano, pero estudiar a un grupo humano (quedan pocos en realidad), no implica exaltarlo hasta el delirio ni atribuirles virtudes inexistentes, características imaginarias y grados civilizatorios fantasiosos.
Así como nos invadieron las “fake news”, ahora nos asalta –y por decreto–, la “fake history”.
Necesitamos una Anita Vilchis de la historia.