1720, Ciudad de México.
Juan Antonio de Urrutia aún tiene en su memoria —cuando niño— de aquellos consejos que el presbítero Jacinto Garay le aleccionaba en los pocos ocho meses que estuvo en el colegio, aunque su padre no sabía leer ni escribir, ese tiempo le permitió hacerse de lo que tuviera para poder defenderse en la vida. Un real al mes para los que quisieran aprender a leer y dos reales a quienes también desearan escribir, si ya también querías aprender a cantar ¡serían tres! En aquella desvencijada escuela del Valle de Gordejuela.
La voz del presbítero resonaba:
—¡Que de jumento jamás deberás ser tildado Juan Antonio! Lo poco que has sacado de provecho te servirá para toda tu vida, sin embargo, los tiempos que se viven son más para esperar hacer de comercio en ultramar, en la Nueva España, a donde raudo deberás de partir ¡no esperéis!
—¿Cómo comenzaré los negocios? No tengo un real por la mitad.
—¡Con la divina providencia Juan Antonio! ¡la divina providencia!
Construcción del cuarto Arco del Acueducto de María Santísima de las Clarisas Capuchinas, Ciudad de Puerta de Tierra Adentro, 1728.
La pertinaz lluvia dejó de caer como por arte de gracia divina, los azules cielos contrastan con el verde valle que aún refleja los vidriosos espejos acuíferos colocados en el total de las extensiones, como un tejido de frescos olivos cada ojo de agua proyecta el astro sol —que por más de un año y cinco meses ha azotado a este pequeño pueblo de barrios de indios y recientes ordenanzas peninsulares, que evitó continuarán las obras del acueducto— el sol cobra su paso con incesante calor.
La culminación de los trabajos del socavón principal de agua que brota del barrio de la Vieja Cañada, de donde los trabajadores —todos indios— están probando la capacidad de la castellum aquae, el primer repositorio de la fuerza del socavón de la principal fuente de fuerza.
El maestro de ordenanza de albañilería Miguel Custodio Durán — designado por el arquitecto Pedro de Arrieta para hacer realidad los planos del Marqués de la Villa de Villar del Águila— le hacía constar al propio Marqués las instrucciones de la importancia de este cuarto arco.
—Su excelentísima, Observad, es vital el movimiento que tenemos y que debemos medir, la pendiente, el levantamiento del cimiento y el andamiaje para lograr el soporte de los pesos, esto es menester del maestro de loza, quien vigila que la inclinación sea adecuada, para ello hemos colocado varas a todo lo largo y lineal de asignación del espacio, hemos, si usted nos lo permite, colocado vara por vara la base de todo el arcado, pero tenemos inconsistencias que deseamos su merced nos la provea.
—¡Dígame, maestro! Que en caso de hacer el cambio es mejor realizar desde ahora, ante la insistencia de la tierra.
—Es que el Acueducto al trazarse, atraviesa el barrio de Nuestro Señor San Isidro Labrador… y tenemos a bien estar pendientes que su merced hable con los originarios y el párroco a consiente, a sabed de peregrinaciones, cánticos que nos son permitidos por el Santo Oficio —los dos se santiguaron— a su merced que nos de la oportunidad debido a que no han dejado trazar las varas.
—Que a menester me asigno a tal función ¡contad con ello! — subió a su cabalgadura y partió al barrio de indios de nuestro Señor de San Isidro Labrador, a unas cuantas alturas de corridas del lugar de los trabajos.
El trazo de varas es una técnica en donde el total del Acueducto de María Santísima de las Clarisas Capuchinas es trazado en varas de carrizo —muy común este material en un lugar de lluvias como es esta Tierra de Adentro— dejando la medición de todos y cada uno de los arcos, teniendo como beneficio es que se sabe la proporción exacta de cada arco, la línea de rectitud, el recipiente del agua —una caja— los materiales a utilizarse, con ello la tardanza en los menesteres de la obra y por todo, el costo final del acueducto.
El barrio de San Isidro Labrador está enclavado en una pequeña parroquia de casa de gobierno del barrio —construida por peninsulares pero que los nativos dieron por suya— aprovechando todos los arraigados que llegaron con las ordenanzas de la constitución de los pueblos de indios sometidos a su majestad Felipe V—aunque por pocos ocho meses su hijo Luis I reinó, falleciendo prematuramente, en el tiempo de la guerra de sucesión austriaca — a su regreso instó su majestad a consolidar las ideas de elevación de los peninsulares a rango de casta mayor, para el bien, y de gobernanza mayor de la Nueva España —esto deja a un lado a los criollos en los lugares de linaje y prefecturas—.
Así, este barrio de españoles se entrelazó con los indios, los mercados, las plazas, templos, y arrabales de la ciudad habían sido el escenario de constantes convivencias, préstamos, intercambios y mezclas que habían terminado por la convivencia cotidiana de los nativos y peninsulares.
Surgieron cultos que a merced del Santo Oficio —como en la ciudad de México— San Isidro Labrador fue escenario, dentro de la pequeña parroquia de indios, existe una imagen de Nuestra Señora de los Ángeles, imagen venerada a total devoción y entendimiento de los nativos, del barrio de la Vieja Cañada y del barrio de los Negros —que eran de casas de obrajes— asistían a su fiesta patronal, en la cual el dos del mes de Augusto realizan procesiones que dejaban clara la devoción.
Ocurre que en esa procesión cruzaban en exacto el arco de la mitad de todo el proyecto, el cual, en el paso de las personas del barrio, debía de ser levantado o corría el riesgo de ser derrumbado —un año de trazo de la vara para que terminara por ser dañado— decidió el Marqués lograr audiencia con el párroco.
La Parroquia de San Isidro Labrador —de alta veneración por los peninsulares— es pequeña, apenas un cuerpo de templo y casas anexas, un espacio grande y amplio de ganado, corrales para la obtención de leche —del alto cabezal de animales, se cuentan por una centena— es el lugar propicio para la reunión de este barrio que a diferencia de los demás, inclusive se han dictado eucaristías en Ñañu —dialecto de los originales pueblos nómadas— razón por la cual el párroco ha sido asignado a trabajos de estudio y forzadas penitencias por esta razón.
Las corredurías de esta parroquia han llegado a los oídos del señor Caballero de la Orden de Alcántara Don Juan Antonio de Urrutia y Arana Pérez Esnauriz, tercer Marqués de la Villa de Villar el Águila, quien a propio y mutuo desdén no hace caso de las habladurías, en sí la única opción de visitarle es el de dejarle paso libre a la obra del Acueducto de las Capuchinas, en donde llevan ya un largo año de retraso por las lluvias que no pararon, hasta hace tan solo unas cuantas semanas.
Es del escucha del propio Marqués que en eta parroquia dan de solos las festividades nada gratas a los ojos de la Iglesia, preceptos y andanzas de posibles carnavales paganos antes del comienzo de la cuaresma, en donde se han fijado que entre más estricto es el castigo a los naturales por dicha correría, más desenfrenados son las celebraciones, inclusive con hombres disfrazados de mujeres, con máscaras de cornudos y la sospecha que aún celebran a monolitos y deidades paganas de sus antepasados señores Mexicas.
En ello los pensamientos del Marqués, cuando salió el Párroco a su presencia. En sencillas vestimentas de labor, dando razón de su menester con el ganado y la tienta de hierros obtención de la leche, con ello los obradores convierten en queso de plancha y de costal, que ayudan a la economía de la región al ser ofertados en los marcados, como aquél de “punta del cerro de las sibilas” donde el Marqués tiene planeado hacer un depositario de agua, conseción que aún el cabildo no le autoriza.
—¡Diga su excelentísima! ¿a qué debemos su grata y leal presencia? — miestras el párroco hace una genuflexión.
—¡A las bendiciones de su mayor presencia mi Señor Párroco! — contestaba el Marqués mientras besaba la palma de la mano del religioso — vengo a sus mercedes para lograr hacernos de un entendimiento de la ordenanza de este acueducto, que hemos trazado por toda la vía de camino de la Gran Cañada, para el beneficios de los naturales y peninsulares, a bien más de nuestras hermanas Clarisas Capuchinas, a quienes les dedicamos este trabajo… en claro canto de las potestades de mi nobilísimo a cuenta propia del marquesado que he dado a contar con él desde mi antecesor tío Juan Antonio…
—¡Que Dios guarde en su gloria! — contestaron a coro los dos.
—… le solicito a su santa persona, varón de esta tierra, que logramos un entender debido a que el varaje del arco de frente a este camino de establos y vacunos ha sido roído por los naturales, levantado y destruido, lo que nos ocasiona un retraso de la obra.
—¿A cuánto tiempo están de llegar con cal y canto a este arco su excelentísima? dentro de su obraje, dígame su nobilísima persona ¿esteremos al día de nuestro señor 2 de agosto a este sitio?
—No ¡es seguro! nuestra obra no llegará a este lugar en tan poco tiempo, sabiendo que estamos dos semanas de tal fecha ¡ni un milagro nos haría tal encomienda!
—A tal paso nos acercamos a que no estarán en obra hasta este dos de agosto que se avecina, fecha de Nuestra Santísima Señora de los Ángeles —los dos se santiguaron— hemos de lograr en pasada la fecha de celebridad ¿establecer un acuerdo con su excelentísima? si a bien para el día siete del mes octavo no encuentra las varas en las condiciones propias en sentido exacto de cómo usted y su obraje las habían dejado ¡A que yo mismo me entregaré para los propicios castigos de porrazo y golpe de garrote! De ser lo contrario, su merced, si usted encuentra la obra como si sus propios hombres le hubieran reconstituido ¿nos dará permiso su merced de realizar nuestra celebración? Y a cambio, lográramos tenerle a Usted en nuestra peregrinación de santidad, y si avine no retrasamos el obraje de albañilería y trazo ¿nos ilustraría su nobilísima familia de hacernos de la cantidad de tres cientos de monedas de oro para nuestra subsistencia de la nueva nave de habitaciones de nuestros hermanos que habitamos esta parroquia?
El Marqués sabía que la traza de vara es una labor ardua, no solo es la colocación de los andamiajes, planchas, cuerdas, poleas, garruchas, maromas y lazos. Sino la medición de cada postillo y hacer el hondo para los polines.
—¡A bien que acepto mi señor párroco! Será agradable observar la procesión— arengó el Marqués ante tal ocurrencia, cercano de saberse que en tan poco tiempo no lograrían tal merced.
A día dos del octavo mes de Augusto de 1728, peregrinación de la romería de Nuestra Señora de los Ángeles, ciudad de Puerta de Tierra Adentro.
Los indios, negros, mulatos, castas, criollos y mestizos de la romería se contaban por decenas de centenas, los bailes y cánticos observaban el seguimiento de dos grandes figuras religiosas, la imagen de Nuestra Señora de los Ángeles —en bulto, hermosamente ornamentada en vestido y piedras preciosas— y en pintura la imagen de Nuestro Señor Crucificado —en extremo lastimado y sangrante, pareciera que el autor determinara estigmas de un dolor profundo, pero a la vez cercano a estos nativos de sanguinario pasado y que aún realizan en algunos lugares cercanos al cerro del barrio de negros, escrupulosos ritos blasfemos—.
El Marqués montado en su bridón les sigue a paso y respeto, extrañado por tales manifestaciones de un fervor poco visto, ni en sus años de mancebo, contando las festividades de su natal Valle del Llanteno, observó la alegría y desbordamiento de pasiones alrededor de tan ilustres imágenes.
No saliera de su asombro cuando observó a las poliuhqui —pulqueras— de gran fama por tener la potestad de permiso del virrey de vender esta bebida que es el azote de toda la población de esta recién Ciudad de Puerta de Tierra Adentro, que los indios llaman Querétaro, donde niños y damas, sin distingo de cualquier casta y orden moral, peninsulares y criollos gozan de los embelesos y sueños de distinción que da tal corriente y vulgar potaje.
¡Al Marqués en poco o ninguno de los modos se hace de un sorbo siquiera de espectacular condición!
Estas mujeres mercan el llamado “polque” a tenor de lograr hacer de buen tono el intercambio de la bebida por alguna mazorca; al segundo jarro ya se va subiendo el cobro a un pilar de llamado pelón de silla —o pilón de azúcar quemada— al tercer jarro ya el precio es lo que menos les importa, a tono de darles a la juerga y el desenfreno, dan la vestimenta, la joya, el collar, la peineta o lo que fuere con tal de no dejar de hacerse de tal condición del potaje. Observando el virrey estas condiciones, que en cada celebridad religiosa la presencia de estas mujeres generan un ingreso, hizo a bien un bando en donde se les permita la comercialización de este elixir, a cuenta y grado de pasar tributo e imposición de un diez del obtenido a la corona, creando alguaciles en uso único de hacerse de tal impuesto, que al termino de la celebración se acercan; pero las ingeniosas mujeres de buen ver —más por que incitan a tomar el brebaje a los propios alguaciles— se ingenian para lograr el menor de los pagos y mayor obtención del permiso por embriagar a los propios señores del cabildo…
Continuará…