Las últimas semanas han estado dominadas informativamente por la iniciativa presidencial de incluir en las conferencias matutinas, una sección denominada, “quien es quien en las noticias falsas,” que no es otra cosa que el intento de desmentir o aclarar noticias que a juicio de presidencia son infundadas o dolosas.
Independientemente de que esto sea criticable o censurable por la escasa tolerancia a la crítica que exhibe el régimen, o por la tendencia que sigue para descalificar y atacar al medio o al comunicador que emitió la nota, en lugar de aclarar la información, o proporcionar datos verificables que la desmientan, lo cierto es que cumple brillantemente con la intención de desviar la agenda pública de los temas de verdadero interés y mantiene la atención centrada en la figura presidencial.
Los temas de riesgo, que inciden en la imagen como el escabroso asunto de la línea 12 del metro y la petición popular de encontrar y sancionar culpables, son desvanecidos y la agenda vuelta a centrar en la victimización del presidente por un supuesto complot de los medios. Desvanecido ha quedado el fracaso electoral de los programas sociales en la Ciudad de México y zona metropolitana, al igual que el desabasto de medicamentos, así como el cuestionamiento de un periodista sobre su fallida política de seguridad, para ello, se recurre a los “otros datos” nunca expuestos y se introduce el distractor de proporcionar gas a bajo precio, aún a sabiendas de que eso implica un oneroso sacrifico presupuestal. La verdad y el gasto importan poco cuando de sostener la imagen presidencial se trata.
Tal vez, lo único definido con certeza en el presente régimen, es la estrategia de comunicación gubernamental y por ello no nos debe extrañar que exista tanto ruido informativo, tanto saltar de un tema a otro sin tratar ninguno que implique planeación de largo plazo o defina horizontes estratégicos. La comunicación gubernamental no está diseñada para eso, sino para reforzar la imagen personal del presidente, construida sobre las telarañas de la arrogancia gubernamental y las debilidades de sus antecesores y del régimen en general.
A nadie escapa que el cargo que ostenta López Obrador es la culminación de una carrera pensada desde sus proyectos personales y por ello, la política de comunicación es la de un gobierno presidencialista que no tiene otro eje más que él mismo. La falta de resultados en aspectos esenciales como el de la seguridad pública, la zigzagueante actuación en el manejo de la pandemia, los efectos que ésta tuvo sobre la economía y la deficiente actuación frente a la misma, el deterioro del sistema de salud y la falta de medicamentos, así como la imposibilidad de salvar a PEMEX y lograr la autosuficiencia energética, la dudosa rentabilidad y viabilidad económica de sus mega proyectos, todos con avances menores a lo esperado, no permiten la construcción de una narrativa exitosa, sustentada y a prueba del ojo crítico de sus opositores.
Con todas esas circunstancias y aún sin ellas, la comunicación gubernamental es, desde el inicio de la administración, eminentemente presidencialista, basada en las fortalezas del presidente, de su imagen de austeridad y sencillez, de la congruencia y el cumplimiento de compromisos, sin importar que estos sean más simbólicos que eficientes. La confianza que ha generado en su trayectoria ha sido suficiente para que más del 50 por ciento de la población siga respaldando su gobierno. Es imposible pensar que ante la recesión económica que dura ya casi tres años, ante los casi 300 mil muertos por la pandemia y los más de 80 mil muertes por actos violentos, cualquier otro presidente se hubiera sostenido con esos niveles de popularidad.
Podrá ser criticada su política de comunicación y él acusado de mentir, acusar sin fundamentos o con falacias a sus “adversarios”, reales o inventados, de mantener una actitud rijosa y divisoria de la sociedad y hasta de ser clasista, dictatorial y autoritario; lo que es innegable es la ductilidad y el éxito de su estrategia de comunicación que fija agenda e inventa distractores a conveniencia, para disfrazar y mantener encubierto el fracaso de su gestión administrativa.
En el futuro inmediato debemos esperar mayor ruido mediático, pues es un hecho que sus proyectos personales, su deseo de trascender y convertirse en el transformador de México, difícilmente serán alcanzados en este sexenio. De ahí el inesperado adelanto de la sucesión que lanzó en su conferencia matutina, consciente de que la transformación anhelada deberá ser continuada por un sucesor designado y aprobado por él.
La comunicación seguirá siendo presidencialista con el denodado afán de preservar incólume la figura presidencial, pues de ello depende el éxito de la sucesión. El partido oficial no tiene la personalidad ni la fuerza para impulsar, sin la imagen del líder, a un candidato; será él quien lo construya, lo cuide, lo lance y apoye su elección para ello, requiere llegar al final con índices de aprobación iguales o similares al del primer año de gobierno. Meta difícil cuando para ello no cuenta con mayor respaldo que su propia imagen, a diario expuesta y vulnerable por la errática exhibición de improvisaciones, desatinos y caprichos en las decisiones trascendentales.