Sin duda, al presidente le gusta cumplir sus compromisos públicos, en ello funda la legitimidad de su imagen y son, por lo visto, el eje de muchas de las definiciones sustanciales que han dado personalidad al régimen. La vehemencia y tozudez para llevarlos a cabo lo ha puesto incluso al borde de la irracionalidad y del sentido común, pues no hay espacio para la reflexión crítica sobre su viabilidad, basta con que tengan lógica y se asocien con aspiraciones o prejuicios colectivos.
Los famosos programas sociales, ejes rectores de su política, consumen parte importante del presupuesto sin que hasta la fecha se tenga una evaluación real de su impacto en las causas que los originan y no solo en lo electoral, en la política clientelar, en lo que por cierto ya tuvieron una experiencia negativa en la Ciudad de México y zona metropolitana.
No debe ser fácil para los secretarios de hacienda que ha tenido, tres hasta la fecha, hacer que el presupuesto se ajuste a los deseos del presidente. Con las dos empresas productivas del Estado, PEMEX y CFE, consumiendo más recursos que los que aportan, y los fondos de contingencia y equilibrio presupuestal agotados, mantener el equilibrio fiscal con déficit reducido y proveer de recursos a los proyectos presidenciales, requiere de verdaderas acrobacias presupuestales.
Mantener la suficiencia de recursos para los programas sociales ha implicado que la planeación y el ejercicio del gasto en actividades sustantivas como la educación y la salud, el mantenimiento de la infraestructura gubernamental, en comunicaciones y otras áreas, se vea disminuido, con el consiguiente impacto en la capacidad de atención institucional.
Es notoria también la ausencia de proyectos de alto impacto diferentes a los que impulsa la decisión presidencial. Tren Maya, Aeropuerto de Santa Lucía, Ferrocarril Transistmico, Refinería de Dos Bocas, son altos consumidores de recursos que no necesariamente han salido de los ahorros que por la supuesta austeridad habrían de obtenerse.
Este renglón, el de la austeridad, ha sido un buen argumento retórico más que un plan ordenado de gobierno. En el fondo es la prestidigitación de los Secretarios de Hacienda la que obliga a hacer más con menos, pues es evidente que el presupuesto está sostenido por alfileres y la deuda gubernamental amenazada por la posible alza de intereses de la Reserva Federal USA.
En 2020, la deuda de México representó el 52.4% del PIB, una cifra histórica, en 2019 el nivel fue de 45.1%, y el FMI proyecta que suba a 63% del PIB a finales de este año. Además, el costo de esta deuda o pago por intereses representó el 3% del PIB, el nivel más alto registrado desde el año 2000, llevándose una proporción del 11.4% del presupuesto de egresos en 2020. Si sumamos a esto que el gasto en desarrollo social significó el 63.6% del gasto programable, hace un grueso 75% del gasto gubernamental.
Por otra parte, la inversión pública ha decrecido y durante 2020 significó solo el 2.8% del PIB y esto aunado a la recelosa actitud de la inversión privada, necesariamente habrá de repercutir en el crecimiento de la economía con la consecuente baja en la recaudación, que según se ha anunciado habrá de concentrarse en una nueva miscelánea fiscal con cargas crecientes a los grandes contribuyentes.
En tiempos del “echeverrismo” se dijo que la política económica se hacía en Palacio Nacional y no en los ámbitos hacendarios y las consecuencias resultantes las vivimos por el resto del Siglo XX; hoy parece que estamos en condiciones similares.
El Banco de México, con su autonomía ha mantenido la inflación en términos aceptables y mucha de la estabilidad financiera se debe al escrupuloso manejo de las variables económicas para mantener el equilibrio. Por eso es atemorizante que el reducto orgánico, sensato y técnicamente irreprochable, vaya a ser colonizado por el titular del ejecutivo para el cual no existe el largo plazo ni la planeación, solo objetivos inmediatos de corte eminentemente político electoral.