A principios de marzo, el presidente Andrés Manuel López Obrador anunció que su impulsaría un plan para brindar protección a quienes aspiraban a puestos de elección popular que tuvieran amenazas de muerte, o que los agredieran, intimidaran y obligaran a declinar por amenazas o intereses. Encargó su diseño a la secretaria de Seguridad y Protección Ciudadana, Rosa Icela Rodríguez, quien mes y medio después, en una reunión privada con él, le dio un diagnóstico ominoso: más de 200 contendientes habían sido amenazados por cárteles de la droga y sus bandas subsidiarias de sicarios, y que un alto número, que no precisó, se encontraban en peligro de muerte. Pero lo más grave fue el reconocimiento que no era posible brindarles seguridad.
La incapacidad del gobierno para proveer protección a candidatas y candidatos en este proceso electoral es inaceptable e inexcusable. La violencia, desde que el presidente anunció el plan para evitarla, se ha incrementado. La consultora Etellekt, que elabora un índice de violencia electoral, reportó que del 7 de setiembre del año pasado, cuando inició el proceso electoral, al 20 de marzo de este año, se habían cometido 238 agresiones, incluidos 61 homicidios dolosos. Para finales del mes totalizaron 262 agresiones y 65 víctimas mortales. En abril, la violencia se disparó.
De acuerdo con el índice de Etellekt, a 32 días de las elecciones, iban 476 hechos delictivos en contra de políticos, candidatas y candidatos, con un saldo de 443 víctimas y 79 homicidios dolosos. La cifra global de víctimas, subrayó la consultora, tuvo un incremento de 64% en comparación con el mismo proceso electoral en 2018 y el número de políticos y aspirantes a puestos de elección popular asesinados, fue casi 30% superior al ciclo electoral intermedio en 2015. La violencia está extendida. Hubo agresiones y asesinatos en 31 de las 32 entidades federativas, donde el 78% de las víctimas fueron opositores al gobierno local.
Cuando se observa la lista de las entidades más afectadas por la violencia electoral, se pueden ver los campos de batalla de los cárteles de la droga: Veracruz, donde el Cártel Jalisco Nueva Generación está apoderándose de las plazas de Los Zetas; Guerrero, donde más de cuatro organizaciones luchan por quedarse con el lucrativo negocio del fentanilo; Oaxaca, donde los capos locales asociados con el Cártel de Sinaloa están aniquilando a todos aquellos que los desafían; Guanajuato, donde arde la guerra entre el Cártel de Santa Rosa de Lima y el Jalisco Nueva Generación por el mercado ilegal del combustible; Morelos, donde se enfrentan las extensiones criminales que pelean en Guerrero, por la ruta de la cocaína y los precursores de las metanfetaminas.
El proceso electoral quedó atrapado en esta guerra de cárteles que colocó al gobierno en la contradicción que él mismo provocó: la estrategia de no combatir a ninguna organización criminal y pensar que sólo a través de programas sociales, atacando los problemas de raíz del narcotráfico, se reduciría la inseguridad. La violencia es galopante y rebasó todas las capacidades del gobierno para enfrentarlo, producto de un diagnóstico fallido e ingenuo que llevó a esta situación crítica. Los programas sociales no atacan de fondo las raíces socioeconómicas del fenómeno por una sencilla razón: carecen de incentivos que impidan que un joven entre al narcotráfico y se convierta en sicario. Ningún programa social supera los ingresos que pueden obtener en forma casi instantánea. Incluso, si toda su familia (promedio de cuatro personas) tuviera todos los beneficios de los programas sociales sin que necesidad de trabajar (casi 30 mil pesos), equivale a lo que en cuatro meses máximo gana quien entra por primera vez al negocio criminal.
No hay manera de competir económicamente con el narcotráfico. El esfuerzo social debe ir acompañado por otro tipo de acciones para que estas sirvan de incentivo para inhibir que opten por el narcotráfico. Esas medidas pasan invariablemente por las acciones de fuerza, de tal forma que los jóvenes piensen dos veces si están dispuestos a arriesgarse por dinero rápido y vida efímera, o prefieran ganar menos y vivir más. No se han aplicado esas medidas porque el presidente confunde la observación de los derechos humanos con la acción contra criminales, y parte del principio que toda acción que busca reforzar la ley, es violatoria por definición de las garantías individuales.
La inacción general contra los cárteles de las drogas les ha permitido que su negocio florezca y la violencia crezca por la disputa de territorios. Con más dinero, más armas compran, y con ellas, mayor capacidad de fuego para enfrentar a sus rivales y las fuerzas de seguridad cuando se les atraviesan, generalmente de manera fortuita. Las drogas siguen entrando a Estados Unidos y las armas a México, en esta relación dialéctica criminal en la que se encuentran los dos países desde hace años.
Esto mismo volvió a abordarse, por enésima ocasión, el jueves pasado por el grupo de alto nivel que tienen los dos países. La petición de Estados Unidos fue que mejoraran la vigilancia aduanera para frenar el tráfico de opiáceos -de donde sale el fentanilo- y de los precursores químicos de las metanfetaminas, mientras que el mexicano urgió que frenaran el contrabando de armas. Las dos partes se pidieron recíprocamente cortar las rutas de financiamiento. Más de lo mismo sin avanzar todavía en nada.
Lo único que marcha es la violencia general, y su microcosmos actual de la violencia electoral. La secretaria Rodríguez fue lamentablemente honesta con el presidente al decirle la inviabilidad que el gobierno proteja a quienes aspiran a puestos de elección popular. El mensaje implícito es contundente: habrá más muertes y más violencia. Ojalá, deben pensar, que pase rápido la elección.