Ingresar a la Universidad pública o privada ha sido un objetivo que los padres de familia y jóvenes se han fijado como prioritario, más que como medio de superación académica, como el mejor y más seguro camino de conseguir buen empleo y con ello mejores ingresos y estatus social. Esta fórmula tuvo un éxito efímero porque a principios del presente siglo las universidades públicas ya eran insuficientes para recibir al total de solicitantes, las privadas encarecieron exageradamente sus servicios y los egresados de unas y otras dejaron de conseguir empleo acorde a su grado de estudios o al pedigrí obtenido con las mensualidades altísimas.
Si en el año 2000 los egresados de universidades desempleados fueron el 17%, para el 2020 se incrementaron al 27%. Si para el 2018 la Autónoma de Querétaro rechazó al 70% de los solicitantes a cursar una licenciatura, para el 2020 sólo pudo aceptar al 34.5% o sea que de entre 10 y 11 mil aspirantes a ingresar sólo pudo aceptar a unos 3,500 y si muchos de los que ingresan a las universidades privadas lo hacen obteniendo créditos financieros y salen endeudados, estos si hasta las chanclas, como dice la canción “¿y todo para qué?”, ¿para no poder emplearse en el área que se especializaron o para ser desempleados crónicos?
Al igual que en Fuenteovejuna en la sociedad casi todos tienen un poco de responsabilidad en este fenómeno y casi nadie lo acepta. Los padres de familia y los futuros desempleados se aferran al objetivo del ingreso, cual si fuera una cruzada, lo buscan por años, insisten una y otra vez, gastan, se enojan y se culpan entre sí. Las universidades estiran la liga hasta el infinito dificultando el ingreso a las carreras que tienen más posibilidades de encontrar trabajo y lo facilitan y hasta impulsan y promueven a las que van a generar desempleados, por ejemplo, todas las relacionadas con artes por muy edificantes que sean son cepa de desempleados. Los empleadores son el infierno de Dante de los egresados. Primero los aceptan como practicantes sin salario, con exigencias que los pobres chicos cumplen como pueden, sin ganar ni un centavo, pero bien explotados, pagando sus propios pasajes, empleando y gastando en su propio equipo y a veces hasta comprando el uniforme que el empleador les vende ¿y todo para qué? Para que una vez firmada su hoja de prácticas realizadas los reemplacen por otros soñadores siempre y cuando hayan acabado de pagar la gorra, chamarra o equipo que les hayan encajado. Las instituciones gubernamentales que requieren contratar definitivamente a un profesionista cuyo perfil sea el de egresado, por ejemplo, de estudios sociodemográficos, políticos, historia, filosofía, por así tenerlo plasmado en sus reglamentos internos y manual de operaciones, acaban desairándolo y dando el empleo al recomendado que ni siquiera terminó la prepa o al que acepta salario de intendente con tal de entrar. Así pues, vemos a los “licenciados” en cualquier carrera universitaria de: choferes de Uber, de taxi, de cuidadores de enfermos o de niños, paseando perros, de cajeros en cualquier centro comercial, de recepcionistas en consultorios, vendedores de autos, de seguros, de huevos u organizando excursiones a Acapulco, entre mil chambitas más. Los que logran colocarse en un trabajo acaban aceptando un salario bajo, muy bajo, nomás para los pasajes y medio comer en lo que siguen buscando.
Hombres y mujeres, más ellas, son perjudicados por el desempleo que impacta en mayor número a los de entre 20 y 30 años, será que al llegar a los treinta se han decidido a trabajar en lo que sea, lo que por muy digno que sea, arroja a la calle a personas frustradas por haber perdido diez o más años de su joven y valiosa vida en la utopía de estudiar para lo que tienen vocación y trabajar dignamente en ello AL TIEMPO.