Muchos han dicho, para horror de los “animalistas”: mucho se aprende en las plazas de toros. Y es cierto.
Con rigor uno se da cuenta de lo importante de respetar las reglas. La corrida tiene un reglamento, una autoridad, un inspector; varios supervisores por cuya concurrencia el coso se aleja de la carnicería.
Uno de esos puntos necesarios en la plaza es la condición intacta del toro. El animal debe reunir condiciones de crianza, edad; desarrollo, peso, trapío. Debe provenir de una ganadería establecida, con “cartel”; es decir, con registro de lidia.
En esas condiciones los toros se pesan, se evalúan a su llegada al coso, con el tiempo de anticipación para reponerlos físicamente del viaje dentro de un cajón donde no pueden moverse durante muchas horas. Se les debe analizar por sus características.
En una plaza de primera no es posible pasar un cebú verriondo por un toro de lidia genuino, bien criado, fuerte y con defensas suficientes.
En la política sí, aun cuando los requisitos sean otros.
Pero con frecuencia en las plazas, los jueces aprueban todo cuanto se les manda porque se someten a los intereses de los empresarios (a veces ellos mismos o los ganaderos) y no a la defensa y resguardo de la seriedad de la fiesta. O los intereses del público del cual, en teoría, dependen.
Y entonces aprueban chivos indignos. Toros sin casta o de media casta. O de plano bueyes impresentables.
Pero a la hora de la hora de la hora el respetable (cuando hay un público respetable y no una plaza de trancas con asistentes beodos), al grito de fuera, fuera, obliga al juez a retirar a los animales indebidamente aprobados.
Y el juez queda en ridículo por reprobar lo antes aprobado. Así ponen al INE con eso de la segunda opinión y la revisión de sus propios actos. ¿Estamos jugando?
Esto parece estar ocurriendo con el toro más famoso de la arena mexicana reciente (¿resiente?).
La única diferencia con el caso del coso es la reacción popular. La plaza, en este asunto, está dominada por quienes hicieron del Tribunal Electoral una sucursal de la “Tremenda Corte”.
El señor magistrado Reyes (nomás le faltaba apellidarse Huerta, como aquel célebre ganadero), autor de la tocata y fuga con la cual el TEPJF escurrió el bulto, resultó un imitador equivocado: Don Poncio se lavó las manos en una palangana; Don Reyes, en una bacinica.
LIBROS
Ahora, cuando casualmente esta de moda un “best seller” llamado “El infinito en un junco”, de la española Irene Vallejo, el cual es una profunda y amena historia de los libros de la arcilla y el papiro al e-book, la Cuarta Transformación emprende la purificación editorial de la enseñanza en México.
Ni será una quema de libros como hicieron, los nazis en 1934 ni una Revolución Cultural maoísta, no; simplemente se van a cambiar las intenciones de los libros escolares: ya no serán educativos, serán doctrinarios.
Así lo dijo el señor presidente:
“…(AP).- El presidente Andrés Manuel López Obrador señaló este sábado que los “teóricos de oligarcas cambiaron los libros de texto” con el cometido de que “se olvidara la historia”.
“Antes, cuando dominaban otros, querían que nos olvidáramos de nuestra historia, les llamaban los teóricos oligarcas, que impusieron las políticas neoliberales… le llamaban ‘el fin de la historia’.
“Decían: ‘¿Para qué vas a estar ya recordando a los héroes, a Hidalgo, a Morelos, a Juárez, a Villa, a Zapata, al general Cárdenas? No, no, no, ya no’. Cambiaron hasta los contenidos de los libros de texto, quitaron el civismo, quitaron la ética, entonces, con el triunfo de nuestro movimiento va pa’ tras ahora…”
En tiempo lejano (OP cit), “…Cómodo prohibió la lectura de la biografía de Calígula escrita por Suetonio, bajo pena de morir en el anfiteatro despedazado por las fieras…” y en los tiempos de los primeros crisitianos, “… tres hermanas de Tesalónica, Ágape, Quionia e Irene, murieron en la hoguera por haber escondido en su casa libros proscritos…”
Aquí tenemos a Marx Arriaga (de veras, asi se llama). Antes teníamos a Martín Luis Guzmám en la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuito. Hubiera sido mejor, de los libros gratuitos de texto escolar. En fin…
Y por cierto, el concepto fin de la historia no es de los oligarcas mexicanos y sus intectuales orgánicos; no. Es de Francis Fukuyama. Quizá alguien lo pueda confundir con Ciro Murayama. Pero es otro.