Muchos años pasaron para la creación de un organismo autónomo garante de la imparcialidad electoral, quiero decir el Instituto Nacional Electoral. Nuestra frágil democracia dio un paso adelante. Hoy lo preside Lorenzo Córdova Vianello, un hombre bien formado, hijo de Arnaldo Córdova y Paola Vianello. Aquel un michoacano doctorado en Italia, ésta una filóloga italiana de franca sonrisa y ojos color intensamente azul. Vale afirmar que fueron mis amigos.
Lorenzo, brillante como sus padres, es un experto en temas electorales. Y algo más: un ciudadano honesto. Mejores manos no podrían encontrarse para presidir la institución. Mas a pesar de todo, el clan morenista no solo lo amedrenta en lo personal, sino pretende eliminar la institución con la torcida intención de asegurar la mayoría en la cámara de diputados en los próximos comicios de junio que se avecinan. ¿La alternativa? Una marioneta que le permita al presidente proceder a su antojo. Dos mil intelectuales, científicos, artistas, han suscrito un documento oponiéndose a tal despropósito. Resistencia civil, clama esa mediocridad que lleva el nombre de Mario Delgado; cambiar las reglas, grita con voz destemplada ese parásito llamado Pablo Gómez que no sabe otra cosa que adivinar la voluntad del que habita en Palacio Nacional. ¿Lo conseguirá la novísima mafia del poder? Esperemos que no sea así. Pues que la democracia mexicana cedería paso al más indeseable autoritarismo, a la tácita anuencia de un gobierno inscrito en la perfecta obediencia a los designios presidenciales.
Es un lugar común aseverar que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. Pero creo que los mexicanos no merecemos tanta vileza cuya quintaesencia es la promoción de Félix Salgado Macedonio como candidato al gobierno del estado de Guerrero, un delincuente de pies a cabeza. De salirse con la suya, MORENA y su líder convertirían el sufragio en una simulación, en un sarcasmo. México regresaría a la “dictadura perfecta”, a la dócil indiferencia, al doblegamiento de la conciencia crítica, a la desesperanza cuyo único consuelo sería la sentencia de una realidad inapelable: nada es para siempre; todo es circunstancial. Más temprano que tarde, la vanagloria de proclamar “Juntos haremos historia”, será solo cenizas. El mal es poderoso, aunque también pasajero como las pandemias. Como la vida misma.