Al presidente Andrés Manuel López Obrador ya no le está gustando lo que ve en Washington. El informe sobre derechos humanos que anualmente publica el Departamento de Estado donde revisa el respeto a las garantías individuales en el mundo, y da una guía al Congreso para la aprobación o rechazo de la asistencia del gobierno a muchos países, lo indignó. Pero al mismo tiempo, lo que sucede no es unilateral, sino resultado de su actitud y del diseño de la nueva relación con Estados Unidos. Su estrategia no será construir puentes con el gobierno de Joe Biden, sino radicalizar la agenda.
Esta estrategia, descrita por colaboradores de López Obrador, nace del odio que tiene contra los demócratas, porque considera que les gusta entrometerse en los asuntos internos de otros países y que temas como el de derechos humanos, son invención de ellos. Que una vez más se deje llevar por el hígado, no es una sorpresa. Tampoco su maniqueísmo. El respeto a los derechos humanos no lo inventaron los demócratas. La primera Asamblea Constituyente de la Revolución Francesa aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y los Ciudadanos en 1789, y la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948.
Lo que sí hicieron los demócratas en 1977, en el gobierno del presidente James Carter, fue difundir el primer reporte anual sobre Derechos Humanos, preparado por el Departamento de Estado. Carter tomó como prioridad los derechos humanos, y uno de sus objetivos fue el cono sur Americano, donde combatió la Doctrina de Seguridad Nacional emprendida por las dictaduras militares, que asesinaron a miles y encarcelaron a muchos más. Esa lucha de los demócratas por los derechos humanos fue mantenida por los republicanos, y los únicos que se sintieron afectados fueron los dictadores.
A los gobiernos no les gusta que les enseñen sus violaciones a las garantías individuales, lo que puede explicar la actitud de López Obrador, aderezada por sus fobias contra los demócratas, que genera una premisa errónea en la elaboración de sus directrices para la relación bilateral. La declaración de que él no critica las violaciones a los derechos humanos en ese país parece más un berrinche, que podría rebatirse fácilmente. En Estados Unidos, las violaciones a los derechos humanos son castigados por la ley, a nivel federal y local. Incluso a nivel presidencial, romper la Constitución lleva al desafuero y a la destitución. Richard Nixon, el mejor ejemplo, optó por la renuncia antes de que lo destituyera la Suprema Corte, sin pensar siquiera en cambiar la ley para que lo protegiera, o amenazar a los ministros.
Pero el odio de López Obrador contra los demócratas va más allá, y ayuda a entender su reacción ante la victoria de Biden en las elecciones, la nunca aceptación directa de su victoria, y su silencio cuando se produjo el asalto al Capitolio, corazón de la democracia estadounidense, que nunca mereció su condena. Paradójicamente, el reporte sobre derechos humanos que difundió la semana pasada el Departamento de Estado, no es muy diferente en su capítulo sobre México a los informes durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, José López Portillo o Miguel de la Madrid, cuyo secretario de Gobernación, y, por tanto, responsable jerárquico de las violaciones a derechos humanos, era Manuel Bartlett. Lo que hace radicalmente distinto este documento, es que López Obrador dice respetar las libertades y que ha acabado con la impunidad, lo que el Departamento de Estado contradijo con numerosos ejemplos. El presidente, como es su costumbre, no argumentó en contra, y enmarcó todo en la dialéctica del conflicto doméstico.
La posición de López Obrador no va a cambiar. Desde que acusó a la DEA de intromisión y amenazó con expulsar a sus agentes por la captura del general Salvador Cienfuegos, el entonces embajador de Estados Unidos en México, Christopher Landau, cortó todos los enlaces de seguridad e inteligencia de la Embajada con el gobierno mexicano. Pero él aceleró. Cuando ofreció asilo a Julian Assange, buscado por el gobierno de Estados Unidos por haber filtrado miles de documentos secretos, Landau llamó al secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, para hacerle un extrañamiento. Landau desconocía que Ebrard se había enterado del ofrecimiento al mismo tiempo que él, en una mañanera, tras la cual, muy molesto, vio al presidente para plantear lo que esta acción significaría. El presidente lo ignoró.
Este tipo de actitudes no llevan a ningún lado, pero son señales de enemistad hacia republicanos y demócratas en Estados Unidos. López Obrador piensa, a decir de colaboradores, que puede endurecer la agenda con Estados Unidos -como ya hace con el tema de la migración- y ganar. Cómo lo hará, no se sabe. Su nuevo amorío con Rusia y China pudieran ser las cartas que considere tener en la mano, pero aún si ese delirio -visto desde la óptica de la dependencia económica de México y su gobierno de Estados Unidos- fuera su razón, en la Casa Blanca están viendo las cosas de diferente manera.
El problema de fondo con los demócratas es que también tienen grandes rencores contra Donald Trump y contra aquellos presidentes que jugaron con él hasta el final. La persona que mejor representa esa línea de pensamiento revanchista es Juan González, responsable de América Latina en el Consejo Nacional de Seguridad de la Casa Blanca, que habla al oído de Biden sobre México y la región. González, de acuerdo con diplomáticos, ya está castigando a algunos gobiernos latinoamericanos que respaldaron a Trump.
México aún no figura en esa primera lista, pero no hay duda de que la enemistad que tiene López Obrador por Biden, está bien correspondida. Ya vemos los síntomas de lo que viene, derechos humanos y violaciones al acuerdo comercial. Adelante vendrán las revelaciones sobre corrupción presidencial. Si López Obrador va a jugar duro con Biden, que se prepare, porque harán lo mismo con él.
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