No hace mucho tiempo, una o dos décadas, las celebraciones religiosas que hoy permiten un buen periodo vacacional, eran motivo de recogimiento. Durante toda la cuaresma las mujeres adultas vestían de luto, los varones llevaban un moño negro en la manga de la camisa, en las casas no se escuchaba radio, música, no se veía televisión ni se hacían fiestas, a los chicos se les motivaba a hacer un pequeño sacrificio como no comer dulces o no salir a jugar. Eran días de guardar.
El receso de la cuaresma se acentuaba en la semana santa, las mujeres, aún jóvenes y niñas cubrían su cabeza con velo negro o blanco. El jueves santo, padres, hijos, tíos y abuelos, familias completas dejaban los quehaceres cotidianos y vestidos con sus mejores prendas recorrían los siete altares, los siete templos que competían entre sí por edificar el más original. El ambiente sacro hacía renacer, hasta en el más rejego, el sentimiento de espiritualidad; las tiras de satín morado cubriendo las imágenes religiosas, el aroma avasallador del nardo y el ronquido de las matracas enormes, gigantes, que se hacían sonar sustituyendo el tañer de las campanas, conducía a la reflexión, quien sabe si de los errores, de las faltas o de la vida, pero conducían como una guía del creyente, al silencio, a la introspección. A los niños, aguantadores de aquel caluroso peregrinar se les premiaba comprándoles una matraca, una mona de cartón o una pequeña corneta de lámina e invariablemente una charamusca que casi nadie se acababa de comer sin haberse batido hasta los codos. La noche del jueves al viernes santo era corta para descansar, pues al día siguiente habría que aguantar largas horas de pie participando de las tres caídas o por lo menos del largo, muy largo viacrucis. Al final del día, seguía latiendo el espíritu de duelo con la Procesión del Silencio. El sábado la quema de judas y a la medianoche “se abría la gloria” con repique de campanas inundando la ciudad. El domingo de resurrección era punto de partida para comenzar revividos, borrón y cuenta nueva.
Estos rituales de los que hoy quedan algunos trazos y trozos vividos con mirada y vestimenta de turista eran un entramado estructurado para que el ser humano se reflejara en uno como él, en un Jesucristo hijo amoroso, independiente, pobre, amiguero, soñador, esperanzador, traicionado, humillado públicamente y muerto por defender su versión de igualdad, justicia y por ende de salvación en vida o en muerte. Un hombre igual que muchos hombres y mujeres y quizá igual que todos, ilusionados por ser diferentes, “retobones”, contestatarios, innovadores, aventureros, desafiantes, encumbrados por el amor y el orgullo y tumbados del pedestal por la terca realidad.
Este al igual que otros rituales tenían una razón profunda de ser para conservar la convivencia pacífica. Mirarse a sí mismo, reconciliarse, perdonarse y renovarse para empezar de nuevo. Qué fuese de la vida sin ciclos, sin estaciones para detenerse, reposar y comenzar de nuevo. Qué fuese de la vida sin espejos, sin otros en los cual vernos y confirmar que vamos bien, que estamos vivos, que la felicidad que a veces nos invade no es un espejismo y que la tragedia, la pandemia, la angustia y el desasosiego tienen fecha de caducidad. Los días de guardar del año 21 obligan a guardarse, a esperar un poco más, y es que la gente, la mayoría, hoy no transgrede la línea de la prudencia por asistir al ritual religioso, lo hace por fugarse, a dónde y cómo sea, del presente incierto. Calma, calma, también esto pasará AL TIEMPO.