En 1948 se estrenaron dos películas actuadas por Pedro Infante y Blanca Estela Pavón, que reflejaban la desigualdad existente, y en las cuales, la pobreza resultaba consustancial a la honradez, la sinceridad, y los preceptos morales de la época, contrapuestos a la superficialidad, soberbia, inmoralidad y arrogancia de los ricos.
Películas en las que la dicotomía entre el bien y el mal está socialmente definida y ser pobre no es determinante para encontrar la felicidad en un ambiente donde las carencias desarrollan virtudes sociales como la solidaridad, e individuales como la honestidad, la caridad y el desprendimiento. Resalta que el final feliz no radica en el arrepentimiento o desgracia del favorecido por la abundancia, sino en la perpetuación de las limitaciones porque ser pobre es motivo de orgullo, sello de dignidad.
Ese mismo tono dicotómico podemos encontrar en el discurso presidencial y en su plataforma de política social regida por una directriz: “primero los pobres.” El presidente López Obrador ha emprendido, en el discurso diario, una cruzada quijotesca montado en el corcel de la diferencia. No somos iguales, pregona, subrayando así una supremacía moral sobre lo que él llama unas minorías conservadoras detentadoras, hasta su elección, del poder económico y político. Preocupa su tendencia a la generalización y a la partición en dos de una sociedad plural, multicultural y diversa como es la sociedad mexicana contemporánea. Si bien no hay ambigüedad en su discurso, sus acciones denotan cuando menos insuficiencia en el diagnóstico y confusión en el proceso. Se indigna, al igual que muchos de nosotros, por la desigualdad y la pobreza, pero parece que la intención no es superar esos cuadros, sino administrarlos. No se encuentran en ninguna de sus decisiones recientes, acciones tendientes a desarrollar la capacidad productiva y de generación de riqueza de los individuos. Se advierte al contrario, la tendencia a fortalecer los ingresos del estado a través de sus empresas productivas a las que quiere devolver su papel de detonantes del desarrollo y símbolos de soberanía, que bien puede servir para sembrar en la sociedad un sentimiento nacionalista, pero que a ojos vista, consume recursos que pudieran ser útiles para ese propósito presidencial de favorecer a los pobres.
Cada vez más se va perfilando un gobierno paternalista y benefactor, centralizador del poder y con el don de decidir lo que es justo aún por encima de la ley, basado en esa superioridad moral que se arroga. Un gobierno poderoso con la capacidad de otorgar ayudas económicas discrecionalmente para que los pobres soporten con mayor facilidad la falta de oportunidades, para ascender en la escala social y económica.
La política asistencial, sostenida hoy precariamente por una hacienda nacional limitada y sumamente exigida, difícilmente podrá sostenerse en el futuro, a pesar de que se instituyan como derechos lo que hoy son programas gubernamentales, pues la necesidad crece de manera exponencial mientras el ingreso del gobierno no lo hará por el débil o inexistente crecimiento de la economía nacional.
Independientemente del poder político que pueda ostentar el gobierno, la política económica va mal, no se está generando riqueza y por tanto no se puede repartir y en consecuencia, el discurso sobre acabar la pobreza y reducir desigualdades queda en retórica vacía.
De nada sirve que pretenda mejorar el ingreso familiar aumentando el salario mínimo si no hay empresas que lo paguen y generen empleos. Poco ayuda que el gobierno reparta más de 300 mil millones de pesos en transferencias directas a través de 12 programas si según el CONEVAL, 4 de cada 10 habitantes tienen un ingreso insuficiente para adquirir la canasta alimentaria. Y difícilmente se entiende que el gran esfuerzo financiero para rescatar PEMEX y a CFE signifiquen más ayuda para los pobres. Las decisiones económicas tomadas antes y durante la crisis sanitaria, no solo incrementaron el número de pobres sino que además cancelaron o pospusieron las condiciones de ascenso en la pirámide económica y social según lo muestra la última Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo del INEGI.
Mantener la diferenciación de clases ha sido fundamental en el discurso para justificar la transformación, base de la propaganda del gobierno; el mismo discurso que exacerba el resentimiento social de los que menos tienen ante los favorecidos, como arma retórica para llevar a buen término un plan político. No hay en las acciones de gobierno nada que indique mejoría para los pobres más allá de la generosidad gubernamental y sí una fundada presunción de una intención soterrada para conservar en estado de necesidad a una mayoría de ciudadanos para continuar administrando la pobreza por la conveniencia política. De seguir así, es fácil adivinar que tendremos al término del sexenio un final de película. El guion no está en el plan de gobierno sino que fue escrito en 1948 por Ismael Rodríguez, Carlos González Dueñas y Pedro de Urdimalas. Habrá muchos Pepe “el toro” silbándole a su chorreada, sin chamba pero contentos.