Si algo caracteriza a los primeros dos años del sexenio lopezobradorista es el uso de la palabra. Ningún presidente hasta hoy ha usado tantas palabras para comunicar como él. El consultorio SPIN, Taller de Comunicación Política, registra al 15 de marzo 566 conferencias matutinas en 790 días, con una duración promedio de 107 minutos y a esto se suman los mensajes de fin de semana que postea en Facebook y otras redes, más los discursos y mensajes expresados en ceremonias y salutaciones, mítines y reuniones, haciendo imposible contabilizar el número exacto de palabras y también la cantidad de espacios informativos ocupados.
No debe extrañar, por tanto, que registre indicadores de aceptación cercanos al 60%, en especial si se reconoce que es un maestro en el manejo de la retórica, lo que le permite distraer la atención sobre los problemas que no puede controlar o atiende con deficiencia.
Hay que reconocer también, que las opiniones críticas han ocupado también suficiente espacio en medios impresos, electrónicos y redes sociales, que a pesar de sus sólidos argumentos no logran que la aceptación presidencial disminuya ni marcan agenda sobre la problemática de seguridad, desabasto de medicinas y vacunas no COVID, recesión económica y desempleo, endeudamiento y deficiencia gubernamental.
Lo que sí han logrado es exhibir la profunda división generada por ambos discursos. Uno empeñado en anunciar un cambio de régimen y otro en tratar de disuadirlo y evitarlo. Mucho se ha dicho que la causa de que López Obrador haya tenido la cantidad de votos que obtuvo fue consecuencia de la irritación ciudadana por la corrupción y la impunidad, pero pocos han hecho notar que dicha irritación, legítima, fue exacerbada por una campaña permanente llevada a cabo durante 18 años en los que el ahora presidente visitó miles de comunidades y municipios, siempre con el mismo lenguaje, la misma vieja retórica Aristotélica, si no veamos: “Y es evidente que el orador debe mover con su palabra a sus oyentes, para disponerlos a la indignación, y presentar a los adversarios como culpables de aquello por lo que nos indignamos y poseedores de las cualidades que mueven a la indignación.” (Aristóteles, Retórica Libro II.2)
Ya en el uso del poder, muchas de las palabras utilizadas han sido destinadas a mantener esa irritación ciudadana, solo que ahora, a la oratoria han seguido las acciones, la dialéctica ha cedido ante una retórica fundada en el agravio y unos actos que semejan más venganza que justicia. Porque una justicia selectiva no es justicia sino cobro de cuentas, que en política suelen ser muchas, y más cuando como él ha denunciado fraudes y complots en cada elección perdida.
Recientemente, las palabras del discurso reflejan el paso de la indignación a la ira. Le disgustan los límites al poder y la humillación que para él representa la no realización de sus deseos, el menosprecio de su autoridad empeñada en hacer su voluntad por encima de leyes y jueces. Volviendo a Aristóteles lo cito de nuevo: “Suponemos que debemos ser muy estimados por quienes son inferiores a nosotros por su estirpe, su influencia, su excelencia y en general por aquello en lo que uno es especialmente superior, como en dinero lo es el rico al pobre, en facilidad de palabra el orador al incapaz de hablar, o como el gobernante al gobernado y el que cree ser apto para mandar al que cree que solo sirve para obedecer.” (Aristóteles obra citada). Por eso se dice “Grande es la ira de los reyes vástagos de Zeus” (Homero, Ilíada 2.196).”
Es probable, también no, que el presidente haya leído al Estagirita, pues sus palabras e intenciones parecieran ser guiadas por éste para predisponer el ánimo de la sociedad actual y para ser como lo ha mostrado en días recientes, sujeto de iras predispuesto a humillar y juzgar sin razonar. Lo cierto es también que tampoco quienes se le oponen, al menos en los partidos políticos, han leído un solo renglón, por lo que se les recomienda leer, cuando menos el capítulo VI de la obra citada, referido a la vergüenza y cito: “sea la vergüenza un cierto sufrimiento y perturbación respecto a defectos presentes, pasados o venideros que parecen conducir al descrédito, mientras que la desvergüenza sería un cierto menosprecio e indiferencia respecto a esos mismos.” (Aristóteles, Retórica Libro II.6).
No se advierte que acusen un ápice de vergüenza por haber merecido el desprecio de tantos ciudadanos y si la desvergüenza de ocupar curules y asientos, sin capacidad para articular una sola palabra de arrepentimiento, o una propuesta que honre, mientras las dirigencias siguen auspiciando las carreras políticas de los mismos causantes del descrédito y la humillación de su militancia. Las palabras pues, son importantes, el presidente las usa en demasía mientras la oposición solo atina a señalar errores y a expoliar las franquicias partidarias para sacar algo, aunque sea de un cadáver. En la política actual, muchas palabras, mucha retórica, para un pueblo cada vez más empobrecido.