La vida es una riqueza. El tiempo también. Ser viejo, en cambio, no. Envejecer es una degradación del potencial de vida. Un irremediable cansancio. Montaigne, que amaba la vida, sabía que por más elogios que se hagan de la vejez, solo queda aceptarla serenamente, como se acepta la cercanía de la muerte. El viejo vive de los recuerdos de los años buenos, vigorosos. Ciertamente, la vejez puede llegar a ser juiciosa, pero no sabia. La sabiduría es la juventud del espíritu, que tiene que ver poco con la edad. Envejecer no es, pues, madurar: hay viejos necios con el espíritu marchito, que sufren el haber sido jóvenes y se pudren en ese drama. Eso le ocurre frecuentemente a las mujeres que han sido bellas y, víctimas de su vanidad, se ocultan para impedir la visibilidad de sus arrugas.
Emblemático fue el caso de Greta Garbo, que escondía su rostro detrás de enormes gafas y cuando alguien la reconocía, se refugiaba en algún callejón oscuro. No así el de Sophia Loren, quien en su más reciente película, ‘La vida ante sí’, aparece como una judía sobreviviente del Holocausto, una prostituta que nos deja ver la decrepitud. Sin maquillaje alguno, con sus canas, su cuerpo flácido, pues para ella no todo son pechos, caderas, labios. Admirable por donde se le vea. Hermosa anciana que se hace llamar Madame Rosa y se desempeña como cuidadora de los hijos de otras compañeras que ejercen el mismo oficio, aunque también de huérfanos, como ‘Momo’, niño despierto, retobón, narcomenudista que acaba por encariñarse de la vieja. Comedia y drama, dirigido por su hijo Edoardo, al propio tiempo en el que el huérfano senegalés y la anciana construyen una entrañable relación maternofilial. Ella que permite asomar la belleza del alma, sin resentimiento ni nostalgia, agradecida por estar viva; él, con un caudal de emociones nobles que crecen poco a poco y estallan como una tierna flor inesperada.
Sophia como paradigma de una plenitud espiritual, de una vida fecunda, nacida pobre pero con un talento histriónico, y bendecida por una especie de gracia mediterránea. ‘Momo’, Mohamed es su nombre, como encarnación de una gratitud conmovedora. Una judía y un musulmán en una relación donde las diferentes creencias ceden el lugar a una humanidad que se concede la oportunidad del amor.