Y llegó la tan esperada toma de posesión de Joe Biden como presidente de USA en una atmósfera festiva y solemne. Ha rendido juramentación con la mano sobre la Biblia, esta vez católica, pues tal la devoción que profesa el nuevo mandatario quien a pesar de su avanzada edad, todo parece menos que un viejo: semeja, por el contrario, con su voz firme y su postura corporal, un joven centinela de la democracia. Una democracia que él, dueño de la sensatez, reconoce “preciosa y frágil” como la condición misma del humano ser. Fue su discurso como una suave ola sobre la quieta arena, un llamado a la unidad para afrontar los grandes retos. Pues solo bajo el manto de la patria indivisible es posible vencer a sus enemigos: el odio, la desesperanza, el racismo; superar al virus letal; derrotar la mentira. Biden se aleja de toda proclamación megalomaniaca de la grandeza. Basta con restaurar el alma de la nación, ese ‘nosotros’ incluyente, fiel a la tolerancia, celoso del derecho a disentir sin que eso fracture la unidad, necesaria para cicatrizar ‘las heridas que tendrán que sanar’, como lo expresó la poeta afroamericana Amanda Gorman.
El chauvinismo que pretendió aislar a esa nación queda atrás. Como un momento oscuro del liderazgo prepotente de Donald Trump. El gobierno estadounidense volverá al campo de batalla contra el cambio climático cuyo deterioro sea acaso un detonador del flagelo pandémico. Más allá de la vacunación masiva, están los cuidados preventivos de nuestra morada común: el planeta.
Quiero ver la presencia de Biden como un amanecer de la buena voluntad, sin truculencias, a la altura de los tiempos, trágicos por demás pero bien encaminados: no más defunciones por la pandemia, no más pérdida de empleos. En cambio, un poco más de solidaridad, de atención a la gente que sufre. Biden, persona que ha sufrido y mucho, ha aprendido lo que eso significa. Lo sabe en lo personal. Lo sabe por su pueblo que, para progresar en libertad y justicia, ha precisado grandes sacrificios. Por eso, los símbolos que le acompañan. Unos vivos, como Kamala Harris, primera vicepresidenta afroamericana, toda sonrisa y empatía; otros que ennoblecen, desde la lejanía histórica, los afanes ciudadanos: Cesar Chávez, el valeroso mexicano, y Martin Luther King, presentes, busto y retrato en la credenza de la Sala Oval de la Casa Blanca.
Bienvenidas unas gotas de esperanza para un espacio donde ese gran país da cabida de nuevo a la pluralidad generosa, libre de prejuicios. Vaya un ejemplo elocuente: las personas transgénero pueden volver al Ejército. La prohibición machista de Trump se va al basurero de la historia.