La reciente suspensión de las cuentas en Facebook, Twitter y Youtube de Donald Trump, han traído a colación de nuevo, el tema de las redes sociales. Hasta hoy, es algo natural que alguien tenga una cuenta en cualquiera o en todas ellas.
Según el reporte anual creado por Hootsuite y We Are Social, el 53% de la población mundial participa en redes, en Facebook está el 35% de estos, le siguen YouTube, Whatsapp, Messenger y Twitter entre otras.
Se suscribe uno con ligereza, sin detenerse a leer las condiciones que rigen su uso y nos hemos apropiado de ellas sin pensar en que los enormes servidores por los que transita la información pertenecen a algunos señores que tienen la potestad de prenderlos y apagarlos cuando les de su gana, sencillamente porque son de su propiedad.
Al usarlas aprobamos tácitamente las reglas de operación que fijan sus propietarios y no hay una norma universal que ordene su funcionamiento, aunque algunos países en la Unión Europea ya lo hacen, poniendo algunos límites. La decisión de suspender unilateralmente las cuentas del presidente Trump trajo a colación una discusión antigua sobre los límites de los derechos fundamentales. Derechos que de ordinario se enfrentan pues es frecuente que cuentas particulares, no tan notorias como la del señor Trump, sean censuradas.
En lo particular considero que es ridículo que un algoritmo defina lo que puedo decir y lo que no. Sin embargo, estamos ante un conflicto que nadie ha querido enfrentar y resolver, que es el existente entre dos derechos fundamentales, como son el de libre expresión de las ideas y el de propiedad. En el fondo, estamos ante un conflicto de derechos, aparentemente difíciles de conciliar en las redes, sobre todo si no se reconocen y definen, los límites que estos derechos tienen.
La doctrina jurídica habla de los límites que tienen los derechos fundamentales que surgen cuando el poder jurídico reconocido al individuo ha de hacerse valer en un ámbito social, donde se proclaman y garantizan también, derechos de otros y bienes jurídicos colectivos. Demandar que no existan límites, ya sea por el ejercicio de otro derecho o por cuestiones culturales o éticas, es lindar en las fronteras de la anarquía
En los medios electrónicos tradicionales que son concesionados, existen límites fijados por la ley para el uso de esas concesiones y lo que se dice en ellas depende del criterio de sus usuarios y se hacen responsable de ello. En las redes sociales este control no existe, se difama, se miente, se engaña, se insulta con total impunidad solo acotada por la difusa aplicación de algoritmos.
Desde hace tiempo, en la academia jurídica se ha venido discutiendo sobre los límites que deben tener los derechos fundamentales, pero independientemente de la reflexión jurídica tenemos que pensar en los límites que debe tener un fenómeno contemporáneo como las redes sociales y definir quién puede ser el regulador ante su presencia universal y su hasta ahora incontrolable influencia en la sociedad.
El derecho a la libre expresión, debe confrontarse también con el derecho a la verdad y no solo con el derecho de propiedad de que hacen uso los propietarios y administradores de las redes, todos aluden a sus derechos y ninguno a sus límites.
Demandar que no existan límites, ya sea impuestos por el ejercicio de otro derecho o por cuestiones culturales o éticas, es irresponsable y rompe reglas de convivencia. Siendo las redes sociales un fenómeno social emergente, su funcionamiento debe también tener límites y estos normarse. El conflicto de derechos solo puede ser resuelto por el derecho mismo y por hoy, las redes son un territorio salvaje, sin límites, lo que puede hacer que la sociedad caiga en el desconcierto, o en el radical delirio del fanatismo.
Para que el discurso de los dere-chos sea efectivo, es decir, para que los derechos sean reconocidos, protegi-dos, respetados y promovidos, más importante incluso que la definición de su contenido, es la determinación de los deberes correlativos. En concreto, es vital que alguien se encargue de fijar esas fronteras a las redes sociales, actualmente en el éter, y lindar los alcances que en ellas tenga la libertad de expresión y el derecho de propiedad que les da la potestad del censor, que garantice a la vez el derecho a la verdad que tiene la sociedad y evitar la desinformación, la desorientación y hasta la rebelión social que su uso puede generar. Es urgente normarlas, sujetarlas al derecho para que no sean los algoritmos los jueces y legisladores.
La libertad para publicar contenidos de todo tipo ha traído libertinaje y se han convertido las redes en vehículo privilegiado para la difamación desde el anonimato, para el insulto cobarde, para la mentira dolosa, para el engaño.
Las redes sociales parecen un juego, así empezaron, pero hoy es algo tan serio que puede poner en riesgo la vida democrática de un país, engañado y dividido por la insidiosa actitud de un líder autoritario y corrupto para el que la ley es negociable.